Se sube al tren: Sebastián Grimberg

Sebastián Grimberg - novela - cuento - escritores argentinos

Se sube al tren el escritor y psicólogo Sebastián Grimberg, y nos presenta su cuento "La línea invisible"

- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?

- Esta pregunta me hizo acordar a que en la teoría evolutiva hay un principio que dice que en el desarrollo de un organismo individual se repite el desarrollo evolutivo de la especie. El origen de la literatura es oral, se cuentan historias desde antes de la aparición de la lengua escrita, y yo empecé inventando historias para entretener a uno de mis hermanos (y entretenerme yo) durante las tardes larguísimas que pasábamos en una Villa Gesell fuera de temporada (o sea desierta). Yo tendría once o doce años y seguí durante unos años inventando historias, grabándolas en cassettes o intentando transformarlas en historietas. Creo que tenía dieciséis o diecisiete cuando, para alentar a ese mismo hermano a que escribiera el cuento que le habían pedido en la escuela, lo desafié a ver quién escribía el mejor. Esa fue la primera vez que escribí algo con un “objetivo” literario.

- ¿De qué se nutre tu escritura?

- Por un lado supongo que de los temas que me atraen, aunque a veces no los tenga muy en claro, o me soprendan un poco. Son temas que han ido variando a lo largo del tiempo, al menos es lo que yo creo. Por otro lado de las voces de los otros. Siempre me quedan resonando cosas que la gente dice, en las ocasiones más diversas y ya sea que esa gente me resulte simpática o nefasta. Y esas opiniones, sentencias, modos de ver o simples comentarios, cuando escribo, aparecen, y entonces los pongo, claro; eso ayuda a dotar de humanidad a los personajes.

- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?

- No podría tenerlos ni aunque quisiera. Tengo un hijo y una hija pequeños, y los tiempos se acortan. Escribo en el trabajo (si estoy enganchado puedo escribir aunque esté en un mismo cuarto con mis compañeros de laburo hablando de cualquier otra cosa), en bares, en estaciones de servicio, a la madrugada o un rato antes de empezar a trabajar. Y cuando vivía en Buenos Aires escribía en trenes y colectivos, pero no siempre fue así. Tuve una época, más larga de la que me hubiera gustado, en que guiado por cierto “romanticismo” me pasaba días y horas buscando un bar así y asá (bares viejos, en general, con mesas junto a las ventanas, sin música o con música suave, con un parque enfrente en lo posible) donde sentarme a escribir. El resultado era que si disponía de una tarde, más de la mitad se me iba en este tipo de búsqueda.

- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?

- Hace poco escribí un primer borrador de posible novela sobre un tema que nunca había tocado directamente y que tiene que ver con mis raíces. Mi familia paterna es judía y por el lado materno, mi abuelo “adoptivo” era un italiano que había peleado en la Segunda Guerra y que admiraba al Duce. Creo que en esa novela o posible novela hay bastante de cómo me sentía yo con esa situación.

- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?

- Siempre me costó muchísimo proyectarme más allá de unas cuantas semanas… Leyendo y escribiendo me veo seguro.

- Hoy ¿por qué escribís?

- Por necesidad, porque no me puedo imaginar haciendo otra cosa o no escribiendo. La escritura es la manera que encontré o elegí para darle algún tipo de sentido a mi día a día. Para tener algo que hacer y algo que esperar.

- ¿Cuál es la historia detrás del texto que publicamos?

Hace unos años viajaba tres o cuatro veces a la semana en el 160, desde Palermo hasta Ramos Mejía, para ir al trabajo. No importa cuál fuera la frecuencia del colectivo, siempre venía repleto y hacía el viaje parado o sostenido por los demás, muchas veces teniendo que hacer fuerza para que un grupo de pasajeros no me bajara en una parada que no era la mía. Una de esas veces subió un tipo con un chico de cuatro o cinco años a upa. Le ofrecieron un asiento de esos que miran en dirección contraria al andar del colectivo y el tipo sentó al chico y se quedó parado a dos metros, agarrado del pasamanos. El bamboleo del colectivo fue acunando al chico, al mismo tiempo que la gente subía y subía. En un momento el chico se durmió y su padre, que apenas alcanzaba el pasamanos, quedó tapado por los otros pasajeros. Me pregunté qué actitud tendría el chico si se despertaba en ese momento. Yo me bajé antes que ellos, con ese interrogante en la cabeza. Llegué al trabajo y, como el primer paciente faltó, escribí el cuento de un tirón.


"La línea invisible"

Sentado, con la cabeza volcada sobre un hombro, el pelo revuelto y los cachetes pegoteados de caramelo, mi hijo duerme. Al lado tiene a una mujer gorda, que aprovecha el escaso tamaño de su compañero de asiento, para arrellanarse a gusto mientras mira la pantalla de su celular. Mi hijo tiene cuatro años; para él son toda una vida; para mí sólo cuatro, cuatro años escasos, nada más. Desde el pasillo del colectivo, agarrado del pasamanos, miro su cara plácida, sus labios entreabiertos, veo las oscilaciones leves de su cuerpo a cada esquinazo del colectivo. Por momentos pienso que se va a caer, que el movimiento hacia atrás que acompaña a las frenadas violentas del colectivo, lo impulsará hacia adelante, hará que golpee su cara contra la baranda de metal. El tipo de overol azul que estaba con la espalda apoyada en la ventanilla, se incorpora para bajar. Dejo de ver a mi hijo. El tipo está parado frente a mí, de perfil, interrumpiendo la línea invisible entre mi hijo y yo. Si mi hijo se despertara, si un lomo de burro o un pozo sacudiera al colectivo entero y él abriera los ojos, no me vería. Un momento antes de dormirse me pidió, con la mirada, con un balbuceo, que me sentara con él. Incluso la vieja que estaba con su tejido, sentada donde ahora está la gorda, me ofreció el lugar para que estuviera junto a él, para que se quede tranquilo. Negué con una sonrisa. Estuve a punto de explicarle que considero que a los cuatro años él ya debe viajar tranquilo aunque esté sentado solo, que con saber que yo estoy a unos pasos debería bastar para que se calme, para que se dedique a mirar por la ventanilla o a observar a los pasajeros. Pero sonreí, solamente, ¿qué podía importarle eso a la vieja? ¿Qué podía importarme a mí que ella supiera porqué yo no quería sentarme junto a él? Dije que no hacía falta, agradecí, sonreí. La vieja se bajó dos paradas después. Por un momento el asiento quedó vacío; él me miró con ese aire de súplica que ensaya frente al espejo grande del palier cada vez que entramos al edificio, del mismo modo que ensaya su cara de congoja o, incluso, su llanto; ese llanto tan irritante con el que responde cada vez que le niego algo. Me miró con esos ojos hasta que se sentó la gorda, que subió al colectivo llena de bolsas y mirando la pantalla del celular. Y él, resignado, me extendió su mano pequeña de dedos frágiles. Sostuve su mano casi tres paradas, mientras sus ojos se entrecerraban y se dejaba vencer por el sueño. Cuando los cerró por completo le solté la mano, me dolía el brazo, y me alejé unos pasos hacia el centro del pasillo del colectivo. Lo miré ininterrumpidamente, hasta ahora que el tipo de overol azul se incorporó para bajarse. Si mi hijo abriera los ojos en este momento no me vería; se encontraría solo. Lloraría, claro, lloraría de verdad, no como cuando yo no accedo a alguno de sus requerimientos; ese llanto sobreactuado, monótono, frente al que me cuesta contener las ganas de gritar. Pero no lloraría de inmediato, no. Primero abriría los ojos, apenas, tres o cuatro veces, quizá más, hasta darse cuenta del lugar en dónde está: el colectivo que nos lleva a la casa de su madre; el que tomamos cada quince días cuando, después de pasar un sábado entero conmigo y con Graciela, lo llevo de vuelta. Le tomaría un tiempo ubicarse; el tiempo de reconocer la ventanilla, el asiento, el vaivén del colectivo, entonces me buscaría con la mirada, quizá primero prestara atención a su mano, a través de la cual tuvimos el último contacto; no sé, no sé si recordaría qué hizo antes de que el sueño lo venza. Pero me buscaría, de esa forma u otra; despabilado de golpe, pasearía los ojos desorbitados por las caras anónimas y cansadas, ajenas, de los pasajeros. Y su cara se arrugaría, se pondría toda colorada como cuando se cae y se lastima la rodilla o la frente, como cuando algo le duele de verdad, y lloraría con fuerza, con una fuerza inusitada, novedosa, porque se daría cuenta de que está solo, en ese pequeño instante se daría cuenta de lo que a otros les lleva años saber, comprendería que estamos solos, por nuestra cuenta, abandonados, expuestos. El tipo de overol sigue hasta la puerta y toca el timbre. Mi hijo no abrió los ojos, siquiera ha variado la posición de su cabeza despeinada. La alegría de los niños suele ser espontánea, no está basada en nada en particular, casi estoy tentado a decir que son alegres por naturaleza y que, por lo mismo, a menos que les hayan pasado cosas graves que los lleven a pensar lo contrario, por el mismo motivo natural, son confiados. Pero, ¿no es inherente a la confianza el no tener fundamento? Uno no suele conocer a alguien y empezar desconfiando hasta que se sumen una serie determinada de acontecimientos que nos garanticen que podemos empezar a confiar, que es lógico y justo comenzar a hacerlo, no. La confianza empieza en forma casi gratuita. Cuando conocí a Elena no la sometí a ninguna evaluación, no esperé a que se sumaran una serie de buenas acciones de su parte, que me habilitaran a empezar a confiar, que funcionaran como una especie de carta blanca, no. Lo hice desde un primer momento, desde que sus ojos color almendra se fijaron en mí. Esos ojos eran una invitación a la confianza, sobre todo subrayados por su sonrisa amplia, enorme, de dientes grandes, de la boca entera. Y yo confié, claro, ¿por qué no iba a hacerlo? Confié ciegamente mientras fuimos novios y pasábamos horas tirados en la cama de colcha bordó, fumando junto a la ventana abierta, dejándonos acunar por el vapor de la tarde; confié cuando buscamos el departamento, cuando nos mudamos y fuimos comprando los muebles, eligiendo los cuadros, armando la biblioteca. Confié cuando mi hijo nació y ella lo acunó entre los brazos como si fuera el tesoro de una ciudad mítica, la revelación del sentido de la vida. Confié cuando, más tarde, lo dejaba a mi cuidado y decía juntarse con amigas, ir al cine. Confié, como mi hijo, que duerme con la cabeza volcada sobre el hombro, la boca ahora más abierta por la que asoma una gota de saliva. Duerme sin preocupaciones que lo perturben; confía, sin fundamento, en que yo voy a estar aquí cuando despierte, en que no me voy a bajar del colectivo en la próxima parada o en la otra.


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