Se sube al tren: Patricio Peralta R.

Patricio Peralta R.

Se sube al tren escritor y analista de sistemas Patricio Peralta R. y nos presenta su cuento inédito "La noche aplastada sobre mí".

- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?
- Aunque no era literatura, yo considero que empecé a escribir para la radio. Una especie de guionista informal. Trabajaba en una radio comunitaria donde había que hacer grabaciones y a veces nos encontrábamos con que nadie había escrito nada ni preparado la musicalización. Los primeros que hice fue la artística para un programa de Heavy Metal en un momento en el cual todavía no era parte del staff de la radio, me aparecí al turno de grabación con mis textos preparados y les evité el trabajo que ellos no habían pensado y salimos con eso. Diez años después, en algunos programas terminaron leyendo mis primeros textos narrativos.
- ¿De qué se nutre tu escritura?
- De todos los estímulos, de la ficción que consumo en todos los formatos y de los medios, las noticias o redes sociales. También la calle, lo que veo, lo que escucho, observo mucho y escucho a la gente cuando voy de un lado para otro. Voy por la calle como con paranoia, escuchar te detona ideas y prestar atención a cómo habla la gente ayuda mucho. Un ejemplo, escribí Jonbar Mundis en una tarde, pero es una idea que vengo arrastrando desde fines de los 90, porque yo tomaba el tren a Tolosa para ir a trabajar mientras filmaban “Siete años en el tíbet” con Brad Pitt. Luego, me encontré pasando diariamente por el frente de esa estación que me recordaba que tenía que escribir algo sobre eso. Hasta que una vez vi a alguien leyendo un libro, me acordé de P.K. Dick y empecé a juntar cosas, sobre la hora de finalizarlo, se me cruzaron los dibujos de unos insectos de una historieta de Marvel, mira todo lo que mezclé. No sé si mis ficciones son buenas, pero que tienen muchos nutrientes, es innegable.
- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
- No, para nada. Pero se podría decir que no puede faltar el mate. Pasa que siempre lo tengo al lado, salvo que esté tomando otra cosa, el mate está ahí. En una época intenté aprender a tocar la guitarra y me la pasaba horas practicando pero siempre con el mate listo, así que no contaría como ritual porque es como respirar, aunque seguro que también pongo algo de música pero desde la radio, esa parte sería ritual.
- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
- No sé si a un tema, a lo que no conozco, pero si no conozco algo, tampoco se me va a ocurrir nada. Si se me ocurre algo, leyes, medicina, lo que sea, luego no prospera nada, no porque no me anime, sino porque no se me ocurren cosas.
- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
- Creo que medio ermitaño, fabricando una bola de cristal para mandarla al pasado, pero alguien ya confundió la dirección.
- Hoy ¿por qué escribís?
- Yo creo que no sabemos por qué escribimos o escribimos por plata. Y yo no sé si escribo por plata, sólo sé que no tengo...

"La noche aplastada sobre mí" (*)

Todos los días comienzan como al despertar.
Yo desperté lento.
Otra vez eso.
El comienzo lento. El cerebro lento.
Quemado.
Pero frío.
Como si hubiera estado despierto.
Como si otro adentro, haciendo cosas, queriendo salir; como esos otros de siempre, queriendo entrar.
Antes, todo era ordenado, las cosas en su lugar.
Extraño orden. Órdenes extrañas.
Esa sensación desconocida, tan habitual, esas ganas de salir a perforarle el cráneo a alguien.
A descargar no sé qué bronca rompiendo algo.
La cabeza duele, como si tuviera el cráneo perforado.
La cabeza duele, como si estuviera el cráneo perforado.
Toda la noche como aplastada.
La noche aplastada sobre mí.
Las caras que emergen de los suelos, abren sus bocas, los dientes podridos que gritan.
Los gritos que no se escuchan, aturden.
No sé por qué, de día es peor. Duele más. Empecé a vivir la noche. Duermo la mañana, el peor momento.
La cabeza duele, no es el vino de anoche, jugando cartas en el bar. Poca luz en el bar, poca.
Mucha mugre, mucha. Olor a transpiración. Olor a viejos de ropas impregnadas de viejo.
Olor a jabones baratos. Humo. Alcohol. Humo y alcohol. Nada de mujeres. Hombres, trabajadores, vagos, borrachos. Hombres, totalmente humanos, carne y hueso. Carne. Metal a veces. Olor a óxidos impregnados en los overoles. Huecos por ojos.
Humanos.
Algún perro faldero, también.
El gato de siempre, panteísta. Sus pelos ubicuos.
Hombres.
Albañiles, carpinteros, proxenetas, jubilados, carniceros...
Jorobados. Mutilados. Rubios.
Y yo. Perro. Faldero. Loco.
Herido por esa perra. Más perro. Más loco.
Jugando cartas en el bar.
Mirando a mis espaldas, escrutando a los desconocidos. Adivinando qué quieren de mí. Mirando a los ojos a los perros, buscando sesgos de humanidad.
Semana densa, algo frío en la nuca. Los animales que parecen perseguirme. La gente del bar que creo se me ríe.
Aún así, algunos conocidos, había otros, extraños malandras que no sé por qué me cruzan, me divertí mucho, sí, esos sabandijas.
Gané todo el tiempo, lo acostumbrado, tampoco sé por qué, no juego por dinero. Aunque allí no se pueda. Ah, mi hija, no sé dónde está esta semana. Una vez tuve ganas de pegarle, creo que porque es demasiado hermosa, demasiado perfecta, pero creo que fue un sueño, no estoy seguro. Una pesadilla o un recuerdo falso. Tengo miedo de ella, su poderosa fragilidad, su piel que me toca, los escalofríos, los recuerdos de su madre, inhumana tan. Se puede morir de amor, tener una Paulita basta. Una Paulina. Lo que me enloqueció, no sé; ella; su madre; los pájaros que me agitan; el sol que arde frío en mi nuca.
Sentí un revoloteo, creo, creo que eso me despertó. Alas de mi mente, alas de papel, de mariposa quemada. Como si las cenizas ya estuvieran en mi mente, en las dendritas, axones, sinaptía carbonizada. Pequeñas fogaratas. Impulsos chamuscados. Tengo ganas de salir a robar, a destrozar alguna estatua. No. Algo mejor, bien... ya que una gran campaña política se ha iniciado. La ciudad está repleta de carteles... Romperé todos y cada uno. Los luminosos y animados de las paradas de colectivos del Centro también. Son caros esos avisos animados. Los golpeás, se astillan lentamente, entonces sale un jugo viscoso. El aviso parece morir, agonizar cual animal. Entonces el líquido se hace polvillo, pegajoso y viscoso. Es tóxico, que más, nadie los prohibiría, el cuerpo lo atrae, con el dedo a distancia lo moldeás, es como en esos juguetes con limaduras de hierro. Ah, cómo voy a apagar esa sonrisa. He perdido amigos por ella. Yo ya no tengo ninguna. Puedo reír sí. Pero aquello no, la boca dura.
No recuerdo cuándo fue la última vez que la vi.
A Paulina...
...
Sí, rocé su piel, y algo como un shock eléctrico me sacudió. Megavoltios que no matan, siquiera duelen. Un sacudón y nada más. Recuerdo a las rayas, dicen que te electrocutan, un shock químico, algo así. No es electricidad, creo, no poder serlo, es una reacción química, deber serlo, si no, descargarse en el agua. Luego recuerdos extraños, unos individuos que asesinan a una adolescente, a una niña casi. Es asombrosamente parecida a Paula, espantosamente parecida, pero dientuda, demasiado flaca. Luego cuerpos quemados, cadáveres horrorosos. Algo espantosamente bello, una especie de iguana, de camaleón, colores plateados, dorados, brillos metálicos, como en las animaciones, animé, luego un par de alas. Un remontar de furia, gritos, lamentos vivos. Todo es como tener una película en la cabeza, todo es difuso pero nítido. Todo color sepiado, salvo aquél ser de colores conspicuos. Brillantes. Un puzzle sicodélico. Por eso el miedo, casi pánico.
Luego las dudas, si todo una visión. Si seré el ejecutor. Y todas las otras dudas. Llevé a Paula a un montón de hospitales y clínicas. Es humana, aunque ese no haya sido el argumento. Pero no hay rarezas, no hay vestigios de sangre animal, no hay rastros de extremidades o auxiliares extraños. No es deforme, las dudas se disipan, pero no del todo, las pruebas, no sé si servirían. El informe, no es informe, no es deforme, mutante.
Ser o no ser
normal.
Y después esas fluctuaciones afectivas, la indiferencia total, como si fuera un objeto, si no fuera humana. Después ese amor, inmenso, el que me confunde, y asusta, ahí es cuando más huyo. Y ella me encuentra, no sé cómo lo hace, es tan pequeña. Deben ayudarla, Helenas, Cleo, o alguien más. Luego la calma, espero que siga funcionando.
Helenas, La voz
Encantadora
Como flauta de serpiente
musical
explosiva de deseo
aguda
acabada en sexo
grave
poseedora
Sabrán ya que estoy afectado, tocado. Seres extraños nos circundan. El sin saber de cómo revelar tal secreto. Por eso la paranoia, el temor de que la hayan reemplazado.
Empezó hace mucho tiempo, en una zona rural, yo era muy chico. Con unos primos, mayores ellos, solíamos ir a la laguna. Creo que manipulan nuestros destinos. Vimos un hombre corriendo, desnudo, reímos mucho. Tal mentira ficticia, tipos raros que tienen miles de formas. Luego una mujer, y el asombro, ante esos pechos que se movían, la impresión del vello púbico, no reímos esta vez. No sé por qué lo hacen. Dudamos en seguirlos, la mujer que grita, vemos que está bañada por un líquido verdoso. Nos necesitan para algo. Se cae, el hombre, vuelve sobre su corrida, la ayuda, grita algo, agita sus brazos, creo que hacia nosotros, ya están lejos, no entendemos. Luego siguen, desaparecen. Entonces el olor, al principio fétido, como un mal aliento, podrido. Luego se suaviza, parece un plato humeante de comida, luego frutal, finalmente flores. Son como vampiros, exterminan nuestras vidas. Caminamos, ahora hacia la laguna, de dónde provenían, pero quién sabe. Nos detuvimos ante un árbol caído. Generan nuestras vidas. Es lo que recuerdo, pero no es así, el árbol está doblado, como encorvado. La copa tocando el suelo, acariciándolo, como barriendo. Un gigante haciendo una reverencia gigante. Un gato gigante desperezándose. El tronco parece brillar, como plástico. Jugamos ante tal extraño árbol, trepamos, si el término es factible. Ah, el frío, la somnolencia, entonces el miedo. Algo como un zumbido, un canto que no se oía, se sentía. Algo como una ‘u’ sorda, cual película de terror. Y nos vamos. Antes, aquel sonido se había hecho como una ‘i’.
Nadie nos creyó sobre el árbol, y recuerdo que volvimos, y que no había tal árbol, que sólo tierra removida. Y que las acusaciones de mentira, y que los extraños gusanos en la tierra, y que con algunos anillos de colores.
Que sólo yo sobreviví, creo, dos de los chicos desaparecieron. No quiero hablar de las muertes de los otros, del ejecutado aún pequeño, acusado de demonio.
Aunque los demonios, siempre estuvieron detrás de mí. De mi...
Cruje una puerta y tomo el arma, la más cercana, era de un policía, como todas. Han entrado por la cocina. Se las robo. Lástima, la pocilga me estaba gustando. También compro. Lástima por los libros, no sé si los sacaré a tiempo. Quizás por intermedio de alguna otra persona. Los mismos canas, transan por cualquier ínfimo soborno. Coima, como le dicen los inteletuales. Algo metálico suena, me acerco a la puerta, la cola de un gato verde, el cuerpo de un gato verde, la cabeza de un gato verde comiendo algo que parece ser queso. Denuncian como perdida a su arma reglamentaria para luego venderla. La llama encendida. No alcanzo a ver el ojo del gato. Pequeño tigre demonio. El ojo verde del Tigre.
Algo que flota en el aire, y que ya sé qué es.
Ella.
No necesito verla.
Ellita.
Es como un aroma que lo invade todo, que lo impregna y lo cambia, como el magnetismo del más carismático de la tierra, que cambiaría de lugar los polos si lo quisiera. Me olvido de mis temores, no me importa si es un monstruo que asimiló a la verdadera.
—¿Qué hace el amor de mi vida?
—Quería tomar la leche con vos.
Le tomo las manos. La beso. Abrazo a mi hija. Creo que adopto esa posición para no llorar. Me contengo de darle una piña a la pared. Otra vez ese descontrol interno. No comprendo qué me pasa. Ni en los peores períodos de resaca he estado peor. Hace mucho que no me drogo. Desde que Paula empezó a caminar. Una mitad empuja, la otra tira, la tira insana que me atraviesa. Es como hallar felicidad en el suicidio. Es una depresión maníaca, algo que me altera. Una obsesión quizás. No quiero parar hasta conseguir el Necro. La locura, no parar de buscar un libro que no existe. Un loco buscando un libro no escrito por un árabe loco. Mi cabeza tira, mi cuerpo empuja.
—¿Cómo sabías que estaba acá?
—Te seguí.
—¿Cuándo? No habrás andado vagueando de noche no? Un pajarito me contó que te escapás mucho.
—No…
Sólo la miré.
—Bueno, sí, pero no. Te seguí de día, venías de comprar libros. No mirabas hacia atrás como siempre, mirabas pa’ arriba, dabas manotazos... me asusté.
Me quedo tieso, sí, algo parecido a un tero me perseguía, creo que no era real.
—Pa?
—Sí, me gusta hacerme el loco y que la gente me mire.
—Andan diciendo cosas por ahí...
—Sí, la fama tiene su precio.
—Toas mentiras ¿no?
—Algunas mentiras, poli.
—Hasta dicen que estás escribiendo un libro.
—¿Un libro? ¡Pero cómo pueden decir cosas semejantes! Yo los junto, no los escribo.
—Una enciclopie... en-ciclo-pedia, dicen.
—Ah, no, se llama catálogo
—¿Qué es un catágolo?
—CATÁLOGO… Un libro que registra la existencia de todos los libros que existen. ¡Y no te hagas!
—¿De tooooooodos?
—Quisiera que de todos... de tuitos lo libro que haya escrito la paisanada.
—Mirá lo que traje.
—Uh Uh, que bueno vamos a devorarlos con dulce de leche.
Tenía un tarro de 3 kilos, casi repleto; robado. Me lo hice en una panadería, me enteré que los malditos le ponían no sé qué cosa química a las masas. Los chicos del barrio comían de ellas... comerciantes del orto. Fue sencillo, con un arma de juguete. Ya les contaré de la vieja. Así fue como empezamos, la charla más larga que jamás haya tenido con Ellita.
—¿Quién te trajo? ¿Cómo sabías que estoy acá? Ahora decime la verdad. Y no te hagas la nenita.
—Pero si vos también jugás con las palabras.
—Bueno, contame cómo supiste.
—No sabía, soñé con esta casa y vine.
—¿Y cómo fue entonces que me viste?
—No, fue lotra vez. Te vimos desde el micro. Íbamos para el Centro. ¡Vi los rascacielos!
—¿Pero quién te trajo?
—Nadie, vine sola. ¡Y mucha gente con traje! ¡Todos políticos!
—Te dijimos que no salgas a la calle sola. Andan los hombres de la bolsa.
—Sí, ya los vi. Pero no vine del todo sola. ¡Y fuimos a un banco grande, lleno de piedra! Piedra en el piso, en las paredes. Piedra libre dicen que le dicen, y...
—¿Ah sí? ¿Cleo anda por acá?
—No. Cleo no sabe nada. Vine con el Puchero... y también vimos...
—¿El Puchero? ¿Todavía está vivo?
Intento recordar la muerte del animal. Pero algo se ha ido, como un hueco al cual no puedo mirar. Concluyo que es otro perro, siempre le ponen el nombre de su antecesor.
—La compañía de un perro no es suficiente.
—Vos porque no lo viste. Parece un toro ¿alguna vez viste un toro?
—¿Y por qué no lo dentrás al rope?... Me parece que mentiste, que viniste sola ¿Qué te he dicho sobre las mentiras?
—Es que vos no lo viste, tonto. No pasa por la puerta. Parece un chancho yabalí.
—Jabalí…
—Eso tam...
Entonces esa punzada, una agujazo al hipotálamo. Creo que golpeo sobre la mesa. La mano. Luego la mesa sobre mi cara.
Ya es de noche cuando despierto. Todos los televisores están encendidos. Prendidos. Destellando dibujos animados en todos ellos. Paula dormida, despatarrada en uno de los desvencijados sillones. Y el Puchero, gigantesco como nunca, mirando todos los artefactos. Evidentemente, se abrieron las dos hojas de la puerta de calle para hacerlo entrar. El perro, la bestia esa, no me mira, me ignora por completo, aunque sospecho que está más alerta que nunca. Como si yo fuera otro televisor, otro dibujo, otro cómic, muy distante no está de la realidad. No necesita verme, se guía por el olor. Saco todas estas tontas conclusiones, erróneas quizás, mientras me dirijo hacia ella. Tampoco lo miro, con estas dimensiones, no tiene sentido.
Despierto a mi polilla.
—Poli. Vení, vamos a comer.
Ahora sí, la miro, la miro y me llena de ternura.
—Pa.
—Qué.
—¿Por qué no te vestís?
Entonces me doy cuenta, la forma impresentable ante una niña. ¿Estoy así desde cuándo?
—¿Siempre te dormís así? ¿tan de golpe?
—Sí, a veces me pasa ¿Vos nunca te dormís de golpe?
—No.
—Eso porque todavía no te cruzaste el garrote adecuado.
—¿Cómo el del as de bastos? —responde entre risas.
—Sí, ese, el del cavernícola ¿Por qué no te fuiste a tu casa?
—Me fui, sí, y vine con la Cleo, echó un polvillo en tu nariz, como un polo, despué se jue y me dijo que me quedara cuidándote, con el perro.
—Polen— digo al ver polvillo amarillento, como el azafrán, pero sin olor, viscoso al tacto. Extraño, pues parece desaparecer, cual la crema en la piel seca. No estoy seguro de haber soñado con abejas, en un panal piramidal gigantesco.
No estoy seguro, pero el zumbido parece estar aquí, oprimiendo mis sienes, Polita no lo oye. Le digo que son mis oídos.
Los dos.
Los doídos, pregunta, sintetizando artículo, sustantivo y adjetivo. Me río, sin poder explicarle. Sin poder retarla por hablar como Cleo, pero hay tanta culpa mía...
—Dicen que te busca la cana, es mentira ¿no? No te van a chupar ¿no?... es mentira ¿no?
—Más o menos...
Entonces creí que iba a llorar.
—Rompí cosas de gente que hace mal a otra gente.
Abre los ojos, parece emocionada, sorprendida, creo que se divierte. Sospecho un almita aventurera en ese frágil cuerpecito, tiene a quien salir. Quién sabe qué cosas habrá oído de mí.
—¿Venganza? ¿Cómo en la tele?
—Justicia ciudadana... ¿Con quién estabas cuando me viste?
—Sola.
—Dale, decime, con quién estabas.
—Con el perro estaba.
—¿Y quién más?
—Estaaaaaaba , estaba yo, estaaaaaba, estaba el perro, y estaaaaaaaba, estaba yo y el perro, estaba.
—¿Y nadie más?
Paula niega con la cabeza, luego asiente. Es verdad lo que dicen. Me van a quitar la tenencia, la que en realidad no tengo, la van a llevar al Instituto.
—No quiero que te escapés y andés sola por ahí, te van a secuestrar.
—No, no me van a secuestrá’, ni nada, y nunca ando sola. Siempre voy con el perro.
—Te van a llevar los hombres de la bolsa, a vos y al perro.
—¡Que vanallevá! ¡No sabé el miedo que le tienen!
—¿Quièn?
—Al perro! No sabé como rajan!
—¿¡Quiénes!?
—¡Los hombres de la bolsa! ¡Ya van dos veces que los corremos!
—¿Con el perro?
Ya no sé cómo reirme, Pau pone cada cara cada vez que se pone expresiva.
—Sí. Y Cleo vino enseguida a buscarme, siempre sabe cuando andan los hombres de la bolsa.
—¿Y cómo sabe?
—Dice que siempre hay un pajarito que le avisa cuando pasan los hombres de la bolsa.
—¿De verdad? ¿Vos los viste?
—¿De verdad? ¿Vos los viste? —Si... no, pero le avisan, cuando viene la perrera también... una vez... lo agarraron los de la perrera, y ‘tonces, él.. él agarró y... y...y los sacó cag... carpiendo...y...
...
—¿Y por qué los pajaritos son tan alcagüetes?
—¿Quién te enseñó a hablar así?
—Un señor que le arregla la tele a la Abu. Dijo que había una lucecita, y que era una alcagüeta y que le indicaba...
—¿Y cómo era el señor?
-Grandooooote... –dijo Paula levantando alto las manos—. Y le faltan los dedos de una mano, tiene como una pinza, y viene siempre con un gato gordo. El Puchero siempre le da besos, especialmente en el ojo que le falta.
Concluyo que es el mismo gato del bar, aunque no tenga nada de gordo, sino más bien lo contrario, pero es el mismo, no sé por qué, pero lo sé, por más ilógico que suene.
—Hay algo que no me cierra.
—¿El qué?
—La braguet...no... el Puchero; nunca se llamó así. Se llamaba... ya me voy a acordar.
—Sí, se llamaba yamevoyaacordar, pero ahora se llama Puchero. A vece’ le digo estofau...
—Pero yo nunca supe que se llamara así. ¿Cómo pudo suceder?
—Sho le puse ese nombre, te lo habré dicho.
—¿Y de dónde sacaste ese nombre? Me resulta conocido pero no me acuerdo. ¡ay!
Una punzada en mi cerebro, suave esta vez.
—Lo escuché de Cleo, estaba hablando sola, una vez.
—¿Adónde?
—En el patio.
—¿Sola con solaina? ¿No estaba el perro, algún otro animal?
—Si, estaba la tortuga, y un loro y un pájaro negro que parecía reírse.
—Ah, la vieja loca siempre hablando con animales.
—¿Quién es Solaina?
—Nadie. Pero tené cuidado con esos bichos.
—A mí no me hacen nada.
—Algún día te van a morder. Una vez a mí me mordieron...
—¿Un perro?
—No, era un monstruo, verde con colmillos y me atacó así.
Me abalanzo sobre ella, con los hombros escogidos, como intentando pegar los brazos a las mejillas, simulando colmillos. Paula ríe a carcajadas. Luego corre hacia la cocina y se esconde debajo de la mesa, siempre hace eso. Camino lento, como todos los monstruos, que sirven de su lentitud para alcanzar a sus víctimas, como los que te gobiernan.
—¡Te persigue el mostruo! Buarf! Arg!
—¡No te tengo miedo mostruo peludo!
—¡El mostruo te va a comer!
—¡No te tengo miedo mostruo pelotudo!
El estallido. Así sucede. El demonio interior. Cambios, giros. El demonio quemador. Me dirijo hacia ella, furioso, y levanto la mesa. La ira me posee. El colmo alcanzado. La impertinencia suprema. Mi cerebro hierve. Este será el fin. Soñando. Temido. Destinado. Es para patearla de verdad. Mocosa de porquería... y la veo tan ridícula, con una caja de cartón en la cabeza, a modo de casco, y una sartencita, a modo arma letal.
Y me pongo a reír, y ahora el que estalla es mi estómago, que suelto la mesa, y que casi la golpeo con ella, que la sartén hizo ton. Y Paula sale por el otro lado, y que hasta el perro parece reírse.
—¡Me rindo mostruo! ¡Me rindo!
—¿Se rinde incondicionalmente?
—¿El queeé?
—Nada, vení, abrazame..
—Pa... que tienen adentro los mostruos?
—Nada, chorizos, chinchulines, como nosotros.
—Jeje, mochilas también?
—Mor ci llas... sí, morcillas también, especialmente el chancho.
—Cleo tenía un chancho..
—Uh no, otra vez ese bicho.
—¿Lo viste? Es rengo, tiene unas alitas cortitas y usa una mochilita para llevar los útiles escolares.
—No macaniés, que te encajo una patada.
Se ríe y el perro ladra. Vaya que nos aturde. Nos callamos por un buen rato.
No sé cómo, nos dormimos en el sofá, enroscados, como serpientes amantes. Eso es lo que sueño, eso es lo que me avergüenza. Ahí lo comprendo, ahora sé lo que quería evitar; pero esta noche, la superación. Es un completo amor filial el que me une. Algunos temores han huido.
Pero sólo algunos.
Despierto. Al principio confuso, no sé qué día es, si es de noche si de día. Si fue una siesta. Si un sueño. Un papel encima. Un dibujo. Quizás sea yo, con los pelos arrebatados, como asustados por un viento pétreo. Con cuatro ojos. ¿Acaso tengo cuatro ojos? Ah, mocosa, siempre haciéndome esos chistes. ¡Qué hermosos mis colmillos! El moco verde... y entonces ese impulso. Como una orden extraña. Salgo a la calle. A comprar. Apenas traspaso la puerta reingreso a la casa por unas gafas oscuras y una visera.
Es de día. De mañana. Hacía mucho que no sucedía así.
Salgo a la calle.
La calle entra en mí.
Estoy extremadamente feliz. Años hacía que no me sentía así, como cuando acabás de conquistar al amor de tu vida, con la consabida consumación del hecho amoroso. Todo junto, la máquina de la felicidad que te protege.
Que te sigue.
Entonces sí, siento la presencia que me sigue... miro atrás y veo unos perros. Un gato encaramado a un tapial. Una paloma encumbrada en una antena de televisión. Yo mismo trepado a mi enloquecida espalda. Llego a una esquina, una calle comercial de relativa importancia zonal. Camino hacia la plazoleta, veo unos puestos feriantes que me tientan. Recorro el lugar, sé cuál será mi último destino, pero primero busco algo para comer en lo inmediato, paseando, mirando los puestos. Está Ruffinatti, uno de ellos, son tantos, como miles, vendiendo libros usados, mi objetivo. Está Carcume, con sus objetos camperos, quizás lo visite. Al final tengo antojo de chocolate. Cruzo la calle, hacia las mesas de la vereda de un café, a desayunar como dios manda, hace un toco que no pruebo bocado. Al cruzar, casi me atropella un tipo con un Citroën, me pareció conocerlo, creo haberlo visto estacionado en un prostíbulo. Me las va a pagar.
En el bar, disfrutando de un clima como del que no recuerdo de años, alguien se acerca a venderme drogas. Bien que lo conozco, pero jamás me imaginé que lo hiciera desde tan temprano... me cuesta hacer que se esfume. El día se presenta como ninguno, y no tengo ninguna intención de andar arruinado las cosas buenas. Ni siquiera las propias. Quizás a la tarde vuelva a ver a mi hija. Podría comprarle uno de esos mates artesanales, alguna vez empezará a tomar mate. Sí, ya sé, hay unos que tienen piedras incrustadas, uno de esos. Le digo que la piedra es piedra libre y listo. Algo con representación simbólica, creo que así se dice. Debo perpetuar mi recuerdo en ella. ¿qué mejor que la piedra?
Un disparo interrumpe mis pensamientos ¿cuánto tiempo estuve así?
Absorto, mirando mi submarino ya frío, con una medialuna a medio comer en mi mano. La plaza está llena de policías, un comando antidisturbios. Los amigos de la gente, otra vez, ayudando a que la gente trabaje. Empiezan los gases. No me había dado cuenta. Ruffinatti y Carcume estaban terminando de cargar sus cosas en una camioneta destartalada. No sabía que eran amigos, pero quién no es amigo de algún Ruffinatti. Bueno, podría comprarles algo, sin necesidad de cruzar la calle. Y de que ningún estúpido conductor acumule puntos atropellando peatones distraídos mientras se queja, por su celular, de los gobernantes que tenemos. A ese del Citroën ya lo viá agarrar.
Los gases llegan hasta aquí, los gases, no sé por qué, no pueden afectarme. Por eso decido pedir otro desayuno. Observo cómo le rompen la cara a una vecina, vende artesanías de papel. Hace unas estrellas de mar fantásticas, con una pequeña luz en el fondo. Llevará una marca en su rostro de por vida. Con el labio partido, unos dientes lejanos, en el suelo, alcanza a gritar: “¡Campos la concha de tu madre! ¡Mi hermana te ayudó a parir!” Recuerdo como un flechazo a los parientes de ambos contendientes. Entre varios la arrastran y la introducen, con las caricias de los garrotes, en un celular de detención.
Campos, gran familia de policías. La mujer ¿Cómo era su apellido? Esos son como miles. Creo que tienen dos apellidos, quizás sean dos familias distintas, unidas por hermanastros o quién sabe por cuál clase de simiparentesco. Inusual el barrio, familias supernumerosas, como las de hace siglo, siglo y medio. Siempre dedicados a lo mismo. Creo que el tiempo nos ha abandonado.
El bar es un caos, adentro y afuera, el mozo no quiere atenderme mientras permanezca en la mesa de la vereda. Le digo que entonces que iba a esperar.
Me escabullo y me escondo en una de las camionetas de los feriantes. Justo cuando arranca, le hinco los dientes a un queso saborizado. No sé si voy a pagarlo, por eso no me meto con el salame campero, con Duclú nadie se mete. Los dejo intactos. Creo que me duermo... o me ataca lo de siempre. Es cada vez más frecuente. El día no pinta tan simple como lo pretendido.
Esa mujer, sí, ya me voy a acordar de su apellido.
Me sobresalto minutos antes de que el vehículo fuera a detenerse. Me pareció que un animal caminaba sobre mí, algo así como una mangosta, persiguiendo alguna serpiente o algún otro mamífero. No sé dónde estamos... es una esquina, doblamos y nos detenemos, me había dormido con el vehículo en movimiento.
Ah, sí, justamente el diablo parece haberlo llamado. Golpeo la ventanilla y saludo. La parte del taller, la esquina, está recién pintada, por eso no la reconocí. Aunque no tiene revoque, pintaron los ladrillos. Era obvio, algunos de los productos que venden son del gaucho Duclú. Menos mal que no toqué nada más. Me pregunto si debería entrar y pelear con él. Sin cuchillos, no como aquella vez que...
Nunca estuve tan loco, tan perdido.
Me bajo y en ese momento, la policía que dobla la esquina.
Yo sólo pasé a comprar algo, pero a ellos no les interesa.
Y cuando la policía me encuentra, ya saben dónde encontrarme.

(*) "La noche aplastada sobre mí" es un adelanto de la segunda parte de "Hiperhistorias", novela de cuentos


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