Se sube al tren: Mercedes Mayol

Mercedes Mayol

Hoy se sube a nuestro tren la autora Mercedes Mayol y nos presenta un capítulo de su novela inédita "La petite mort"

- ¿Cuando y por qué comenzaste escribir?

- Empecé a escribir a los 43 años, hace 8 años ya. El por qué, más bien la respuesta a ese por qué fue mutando con el tiempo. Recién, mientras revisaba las redes, vi el posteo de un escritor muy joven y muy talentoso que planteaba que el había usado la escritura como excusa para huir o protegerse de situaciones o cosas, y me quedé pensando en eso largo rato hasta comprender que en parte tiene razón. Yo por ejemplo usé la escritura para escaparme, aunque sea un rato de una realidad que me resultaba asfixiante, no fue intencional, cambié el medio, o usé otro, no se. Antes eran los libros que leía con una avidez cuasi hipnótica. Claro que en ese momento no lo sabía, era algo inconsciente, un acto reflejo de supervivencia. Luego no pude parar. Por qué escribimos? Creo que por eso, para plasmar en palabras lo que no nos atrevemos a gritar, lo sublimamos, lo transformamos hasta que afloja el nudo de la existencia. A veces veo los posteos de gente que escribe en las redes poemas románticos o eróticos, horribles, grotescos, groseros en su mayoría, pero pienso luego del horror inicial que esto es algo que esa persona no se atreve a decir en voz alta, por vergüenza, por prejuicio, por timidez, casi como que les supurara la libido y ahí van, a escribir palabras que en la vida real no se atreverían a decir. Todo es válido. Yo también lo hice en algún momento, pensé en inspiración divina, magia, pero era más una confesión que tal vez, y sólo tal vez, me saliera un poco mejor que a ellos de forma poética. Escribir después de darme cuenta de eso, se convirtió en un acto de valentía. Un dejar atrás los prejuicios y el qué dirán y volcar todo aunque por dentro me muera de miedo, porque escribir es arrancarse la máscara y dejar al descubierto el osario que todos llevamos dentro.

- ¿De que se nutre tu escritura?

- De sentimientos principalmente, pasados, presentes, futuros. De recuerdos, de todo lo que he leído, vivido, disfrutado y padecido. De todos los amores que tuve y de aquellos que hubiese deseado tener y no fueron posibles. De mis sentires más nobles y también de aquellos que oculto a los demás pero que también tengo, los oscuros, el odio, la venganza, la tristeza. Mi escritura se nutre de mí, como Ouroboros, la serpiente que se devora a sí misma.

- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?

- Si, no corrijo hasta terminar toda la obra, ya sea una novela o un poema. Siempre escribo los finales de las novelas en algún bar que me guste en ese momento.

- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?

- Estoy lidiando ahora con una novela negra que me asusta un poco de mi, la tengo ahí, esperando, abandonada, la miro de reojo y me digo que hoy la enfrento y pasan los días y no me animo a sacar esa parte oscura que se requiere para relatar la vida de una asesina y todas sus facetas, las más bajas y las más sublimes. No me atrevo últimamente a sumergirme en la tristeza, porque la tristeza también enamora, arrastra y me cuesta despegarme de los personajes. Estoy en período de cobardía.

- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?

- No me veo. El futuro me parece algo abstracto, la vida cambia tan rápido que me acostumbré a vivir el presente sin cuestionarme que es lo que me espera más allá.

- Hoy ¿por qué escribís?

- Para confrontarme, para exorcizarme y sanar.


"La petite mort"

Pasaron tres años luego de mi encuentro con X.

Continué mi carrera, mi vida, mis no sueños, por que como decía Sartre, algunas veces, en esos tres años, confundí el desencanto con la verdad. Tuve un romance con un profesor, el cual era casado. Un pobre hombre que soñaba con salirse de la rutina, creando otras nuevas. Un hombrecillo, que no soportaba la vida y que hacía exactamente nada para cambiarla. Transcurría, deambulaba en el mundo sin saber que era lo que quería. Se levantaba cada mañana, según sus propias palabras, a la espera de que algo extraordinario sucediera, pero nada sucedía. Su esposa seguía allí, sus hijo seguían allí, preparándole el café bien cargado, desayunando con ellos, preguntándose si en algún momento despertarían. Como si el despertar fuese algo que sucediera sin voluntad.

Por aquellos días, el me esperaba, como esperaba la vida, para hablar, vomitar sus sombras sobre mi ombligo espiralado. Hacíamos el amor sobre el escritorio de su oficina recubierta de madera, de aroma a viejo, a usado, a desesperanzado, como no lo podía hacer con su propia esposa, esa a la que no había elegido, o sí, un embarazo no esperado, la culpa, esa cobardía hipócrita que obliga a dos seres perdidos a unirse sin amarse, por que es lo correcto según la moral en curso.

Recitaba poemas de Octavio Paz mientras lo hacíamos y yo lo miraba a los ojos esperando, como el, a que algo extraordinario sucediera y algo extraordinario sucedió. Se murió de un paro cardíaco cruzando la calle Corrientes, a la altura de Callao. Llevaba en la mano “Rayuela” de Cortázar, con la página marcada, dobladita en una esquina, como en la que murió, en el capítulo siete.

No sentí pena, en verdad no sentí nada más que un profundo alivio cuando me enteré. Había dejado de sufrir, porque era de esa clase de personas que padece la vida y le resulta imposible comprenderla.

Su esposa me contó lo del libro y yo hice una mueca forzada simulando pesar. Se suponía que eso debería sentir, pesar, pero me había pesado más en vida que muerto y creo que a ella también.

Sus compañeros hablaron en el funeral de que la muerte se lo llevó en la plenitud de la vida. Yo hubiese dicho que la vida lo desbordaba, como a esos vasos llenos de agua que a nadie se le niegan, vasos mediocres y que existen por existir.

R, tenía 57 años, yo 21, él era un cobarde y yo también. De eso me di cuenta tirando el puñadito de tierra sobre su ataúd, en ese ritual curioso y repetitivo, en medio de la frase “Del polvo venimos…”.


Fotografía: Diana O´Higgins