Se sube al tren: Diego Simón

Diego Simón - narrativa - cuentos - escritores argentinos - vagón del escritor

Se sube al tren el escritor Diego Simón, de quien compartimos su cuento "Don Emilio", el cual forma parte de su libro "La textura de la incerteza"

- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?

- Empecé a escribir a los dieciséis años, todavía tengo esos primeros textos. A partir de ahí la escritura se volvió algo frecuente. Si bien no tengo la certeza de cuál fue la chispa en mi comienzo, puede que haya sido el libro “El profeta”, de Gibran Khalil, lo leí a esa edad y me impactó, no podía creer la sabiduría que contenía. Tan claro, tan cierto. Lo releí mucho años después y no me causó la misma sensación, por eso siempre digo que lo leí en el momento justo de mi vida para ese libro.

- ¿De qué se nutre tu escritura?

- A pesar de crear ficción, la mayoría de mis personajes tienen alguna que otra cosa mía. Lo que ven, lo que no. Sus reacciones, reflexiones. Por eso principalmente mi escritura se nutre de lo que viví, aunque cien por cien de forma involuntaria. Por otro lado, aparecen temas que me interesaron desde siempre y que lubrican mi imaginación: el tiempo, la muerte, los recuerdos, los sueños, y otras incertezas..

- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?

- Solo necesito cierto silencio y la laptop. Hasta hace dos años escribía sobre papel, después siempre en la PC. Reconozco que cuando usaba papel el texto se desarrollaba con mas velocidad, sin embargo, disfruto mucho viendo como crece en la pantalla el texto y las facilidades que ofrece la PC en cuanto a la búsqueda de la palabra más adecuada.

- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?

- Hay muchos temas sobre los que no escribiría, pero no por temor, simplemente porque no son los que más me gustan. Tampoco tengo situaciones del pasado que necesite explorar o exteriorizar.

- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?

- No creo que la use, mira si no veo nada. Aparte me llevo bien con la incertidumbre.

- Hoy ¿por qué escribís?

- Disfruto mucho del proceso creativo en su totalidad. Tengo momentos en que disfruto más de la gestación de la idea en la cabeza, otros de la escritura, otros de la corrección. En este momento diría que la corrección tomó la delantera.

- ¿Cuál es la historia detrás de los textos que publicamos?

-El cuento "Don Emilio" trata acerca de la distorsión que puede sufrir el tiempo cuando la soledad acompaña a la vejez. El texto va y viene entre lo real y lo fantástico.


"Don Emilio"

Debo estar cerca de los ochenta, respondió una vez don Emilio cuando le pregunté su edad. No hacía falta conocerlo demasiado para saber que no era digna de él semejante imprecisión. Basta sólo mencionar que utilizaba un medidor para servir las bebidas y un gotero para endulzarlas. Pero tantas cosas resultaban extrañas en él, que aquella respuesta se perdió entre el montón. Sólo al tiempo la recordé y le encontré sentido, justificación y, por qué no, precisión.

A don Emilio lo conocí hace treinta años. Decía que su casa comenzaba a cuarenta y dos metros de donde terminaba la mía. Estas acotaciones eran comunes en él, las mencionaba libremente. Quien le dedicaba una conversación sentía siempre incomodidad: hablar con él no era fácil. Nombraba planetas alejados en conversaciones cotidianas. Calculaba las probabilidades de que lloviera de acuerdo a los posibles movimientos que realicen las nubes. Seguirle el hilo en una charla era como perseguir liebres por el bosque.

Yo todavía no había cumplido los treinta. Estaba más interesado en lo curioso que en lo certero. Y como la miel para el paladar, don Emilio era un enjambre de infrecuencias.

Solía visitarlo los fines de semana. Yo disfrutaba tanto sus palabras como él mis silencios. Su casa era lo más parecido a una maqueta. Me conocía de memoria la ubicación de cada objeto. Nuestros encuentros comenzaban con un saludo respetuoso, casi protocolar. Luego atravesábamos la cocina y el comedor hasta llegar a la galería.

—Lo invito a tomar asiento. Póngase cómodo a su gusto —decía pausado, sereno hasta la sospecha.

Las cerámicas del piso se alternaban en negro y blanco, emulando un tablero de ajedrez. Incluso las sillas se encontraban enfrentadas, como si formaran parte de distintos bandos. Siempre ocupaban las mismas cerámicas (o casilleros). Las que tenían un respaldo más alto parecían estar prohibidas; veía que él las esquivaba con marcado recelo. Nunca me animé a usarlas.

Me invitaba a sentarme mediante un gesto con su mano. Siempre señalaba el mismo lado de la galería. Por supuesto, él se sentaba del lado contrario. Si bien al principio me incomodaba esa cuidada distancia, luego comprendí que sólo se debía a sus estrictas costumbres posicionales a la hora de entablar una conversación.

Su galería tenía una ventana cerca del techo, pequeña. El cuadrado de cielo que nos regalaba era mínimo, pero suficiente para cubrir la cuota de celeste que necesitábamos. De cada pared lateral colgaba una maceta; sólo en una de ellas habitaba una planta.

Don Emilio me prestaba una exagerada atención cuando me iba a sentar. Yo lo sabía. Adrede, caminaba de una punta a la otra observando las sillas, pensativo, como si sólo una de ellas fuera la indicada. Recién cuando me sentaba, él se dirigía a la suya con cierto apuro. Y no siempre era la que tenía más cerca. También noté que las charlas luego se veían influenciadas por la elección de nuestras ubicaciones. Se distendían o se volvían más formales, como siguiendo alguna lógica posicional que yo no comprendía.

—Ha sido una buena partida —me decía sobre el final, mientras me acompañaba hasta la puerta.

Una de esas tantas tardes —quizá debido a la inusual combinación de sillas que utilizamos— me reveló algo muy suyo. Fue la primera vez que lo vi apenado.

Comenzó diciendo —mientras masajeaba su frente con la yema de los dedos— que su infancia había transcurrido en una ciudad pequeña ubicada cerca de una laguna con nombre de animal (ésas fueron sus textuales palabras). Luego detuvo su relato como si eso hubiera sido tan sólo el título. Me miró y me pidió perdón por no recordar más acerca de su niñez.

La penumbra anunciaba la proximidad de la noche. Don Emilio se levantó, encendió la luz y volvió a sentarse, ahora en la silla de respaldo más alto, la que jamás usaba. Sospeché que algo no andaba bien.

—Hace ya bastante tiempo que no tengo alma —soltó tembloroso—. No envejezco. Sufro esta condición sin entender de qué se trata, o por qué me ocurre. Desconozco incluso mi edad exacta.

Sus palabras me descolocaron. Nuestras miradas no volvieron a cruzarse a partir de esa confesión. Cada una reposaba en distintos objetos, como buscando inspiración: él, para hallar las mejores palabras; yo, para lograr asimilarlas.

—La muerte se ha olvidado de mí, ya no le importo, para ella no soy más que un frasco vacío —añadió, manteniendo el temblor.

No necesitaba ver su rostro para entender que estaba sufriendo. Esa confesión lo había enfrentado a algo de lo que no acostumbraba a hablar, y le dolía. Me entristeció también saber que no tenía a nadie, salvo vecinos.

Continuó:

—Al principio lo viví con cierto escepticismo, no me importaban sus lados bueno o malo. Pero con el pasar del tiempo tuve que considerar mudarme, una y otra vez. Las personas que frecuentaba comenzaban a notar algo extraño en mí, lo percibía en sus miradas.

—Así es —dije, por fin, sin decir nada en realidad.

—Cada mudanza me generó una herida. No es fácil renunciar de un día para el otro a lo poco que a uno lo rodea.

Si bien no recuerdo su frase exacta, luego dijo algo así como sentirse parado sobre una cornisa, con una inclinación ya imposible de corregir, en un perverso equilibrio.

Nunca pude recordar de qué hablamos después; no me culpo, poco puede resultar digno de recordarse tras esa confesión.

Al poco tiempo se marchó sin aviso. Lo vieron en la estación de micros con un bolso donde no cabía más que una muda de ropa. Me hubiera gustado despedirlo, pero con el tiempo entendí que eso lo habría apenado todavía más. Sí me reprocho no haberlo ayudado, sabiendo que no tenía a nadie. Aunque tampoco imagino de qué forma se puede ayudar a quien cree carecer de alma.

Nunca cuestioné sus palabras, ni le mencioné a nadie su confesión. Hasta hoy. Sé que estoy faltando a su confianza, pero sólo lo hago porque estoy desorientado, repleto de dudas.

Hoy, a veintisiete años de su alejamiento, don Emilio debería ser, indefectiblemente, tan sólo un recuerdo en este mundo. Sin embargo, esta mañana recibí una carta suya diciendo que aún tenemos partidas pendientes.


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