Se sube al tren: Claudio Ramos

Claudio Ramos

Hoy se sube a nuestro tren el escritor, actor y psicólogo social Claudio Ramos, y nos presenta su cuento "El señor del Blenders".

- ¿Cuando y por qué comenzaste escribir?

- Mi primer texto, bastante malo por cierto, lo escribí en el año 1990 a los treinta años. Un obvio desamor, de ribetes tragicómicos, inspiró una crónica menor con ínfulas de cuento. Tuvieron que pasar varios años, para que, en el inicio de la carrera de Piscología Social, volviera a escribir. Esta vez con una temática distinta que me llevó al primer taller de escritura que hice. Este segundo comienzo fue un cuento que quizás hoy aún hoy merezca esa categoría. Allí comencé un camino que se está por cerrar con la publicación de mi primer libro de cuentos: “Al sur de todo”. Y ese será un nuevo punto de partida.

- ¿De que se nutre tu escritura?

- “No hay nada que inspire más miedo que lo cotidiano”, dijo el gran Sthephen King. Y de allí, de lo cotidiano, rescato historias y personas que quiero que perduren en el tiempo, y también, claro, porque esas historias me describen. Nuestro Haroldo Conti hace referencia a esto del rescate en un texto inolvidable que se llama “Homenajes” que pertenece a “La balada del álamo carolina”. También de lecturas y escritores que fueron dejando en mí, mundos, ideas, ganas. Escribimos para pensarnos, para que nuestros fantasmas se evaporen con la tinta sobre un papel en blanco.

- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?

- Ninguno. Escribo en el momento que puedo, en el lugar que puedo. Muy pocas veces escribo en mi casa. Sí lo hago en tiempos robados al trabajo o mientras viajo.

- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?

- No. Más allá de calidades o logros, toqué todos los temas que se me ocurrieron. No me puse límites. Vengo de épocas donde la censura y la autocensura eran moneda corriente. No quise ni quiero que pase eso con mi escritura.

- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?

- Prefiero no ver. Cursando la carrera me apropié de una de las tantas ideas de Pichon Rivière, sobre que el logro no es solo el final del camino. Si no, también, el recorrido, su tránsito. Las formas y el fondo que derivarán en un final acorde a ese recorrido. Si supiera que de acá a veinte o treinta años va a pasarme “tal cosa”, viviría en función de eso y me perdería otras posibilidades.

- Hoy ¿por qué escribís?

- Por lo mismo por lo que arranque hace tanto tiempo: por necesidad (otra de las ideas de Pichon). La necesidad es un motor: nos alimentamos como primer reflejo vital por necesidad, nos vinculamos por lo mismo. No necesidad como carencia si no como energía de movimiento. Necesidad de contar, de sacar lo que duele, de compartir alegrías, miedos, de que nos valoren. Quizás como una posible forma de inmortalidad.


"El señor del Blenders"

Créame, Ferrari, créame. El Señor del Blenders no era un loco. No, para nada. Algunos lo decían por acá, pero no. Era un tipo normal, se lo aseguro. Ya que le gusta escuchar historias, ésta le va a gustar, tiene tiempo todavía. ¿Le cuento? Le cuento.

Lo conocí como a todos, acá en la terminal. Apareció un domingo de noche, tomaba el último colectivo a Buenos Aires, el de las cero doce, el mismo que va a tomar usted. Sí, horario raro, pero es así. Se acercó a la barra y me pidió un Blenders con un solo hielo. A partir de ahí (y durante cinco años) vino cada domingo, alrededor de las doce menos cuarto, tomaba su whisky y se iba. Nunca me pidió algo distinto. ¿Qué aspecto tenía? Ya le dije, normal. Un metro setenta y pico, barba, poco pelo. Mochila colgada en el hombro y un libro siempre en la mano. Pulcro, correcto, de pocas palabras. Nada llamativo. En realidad, sí. Ahora que usted me dice, lo distinto fue el derrotero de su mirada. Usted se ríe, yo no. La mirada le cambió, al principio era viva y, cómo decirle, con el tiempo se fue apagando. Se le fue muriendo la mirada. Imagínese: esto es un pueblo grande, pero pueblo al fin. Nos conocemos casi todos.

¿Le sirvo otra cerveza?, dele. Usted tampoco es de acá. Se nota. ¿Anda de paso? Y sí, soy curioso, usted también parece que es curioso. Su nombre me suena, Ricardo Ferrari. ¿Escritor? Mire usted. Yo leía poco, pero desde que lo conocí al señor del Blenders empecé a leer algo más. ¿Cómo conocí la historia de este hombre? De tanto que venía me empezó a intrigar. El dueño de acá también le decía el Señor del Blenders. Él le puso ese nombre. Cuando lo veíamos venir de la parte de atrás de la terminal, donde está el Regional, para allá, ¿ve?, preparábamos la botella, el vaso y el hielo. Se paraba frente al televisor y miraba algún resumen de fútbol. Cuando pasaban algo de Boca se abstraía de todo. La pasión me dio lugar a hacerle un comentario. Respondía breve pero justo, se ve que sabía. Un día le pregunté si vivía acá o allá. Y me dijo que allá. Me pareció raro ¿vio? No mentía. Era una parte de la verdad. Pregunté a algunos amigos, con discreción, pero como no sabía su nombre nadie me supo decir.

Vea, como siempre, hay una mujer de por medio, y la suya era muy linda. Hablo en pasado porque están muertos, los dos; primero ella, después él. No, no se imagine una tragedia como la de esas novelas venezolanas o de por ahí. Esto fue la vida, nada más. Ahora mientras hablo con usted se me ocurre otra característica del hombre. Tango, esa palabra lo podría definir. No, no cantaba tangos, al menos acá. Ni siquiera tenía aspecto de tanguero, usted me entiende, Ferrari. Yo lo veía y me imaginaba un tango de Manzi, no de otros. Vio que dice en Barrio de Tango, “Y el misterio de adiós que siembra el tren”. Él tenía eso, se iba y quedaba un misterio en el bar. Cada vez que se subía al micro yo lo espiaba desde acá, mientras acomodaba las mesas y dejaba todo listo para el que viene a la mañana.

Yo terminaba silbando ese tango cuando él se iba y ahí lo asocié. Una noche me di cuenta de que algo había cambiado. No supe bien qué. Tal vez fue que esa noche se tomó dos whiskys, eso fue lo primero. Lo otro fue que antes de subirse al colectivo miró para todos lados como esperando a ver si venía alguien. Yo pensé que tal vez la mujer lo había dejado o que habían peleado y él esperaba que llegara a último momento. Pero no, no llegó nadie y se fue. Parecía triste, o perdido, no sé bien. Me acuerdo de la fecha porque el domingo siguiente no vino, se votaba para presidente. Sí, la del 2011. Pensé que se había quedado para votar. De hecho, al domingo siguiente me lo dijo, pero yo intuí que no era por eso. Al menos no solo por eso.

De tanto ver gente uno aprende ¿vio? Es verdad que Pergamino no es Rosario pero vienen muchas personas. Me enteré por casualidad de lo que pasó, o tal vez no fuera casualidad. Dos semanas después, una tarde, fui al cementerio a dejarle flores a mi viejo, que en paz descanse. Siempre que voy lo recorro. Tengo muchos para visitar, amigos, familiares. La cuestión es que mientras caminaba lo vi agachado junto a una tumba. Faltaba poco para que cerraran y el hombre estaba ahí. Hablaba. Le hablaba. No quería que me viera, me escondí detrás de un nogal, desde ahí lo espiaba, escuchaba los latidos de mí corazón, me sentía un mirón pero no me podía ir. Cada tanto el viento me acercaba algunas palabras. Te extraño, te amo, las obvias. Pero también parecía que le contaba cosas cotidianas: le escuché algo de la luz, y del cable. Su voz le ganaba por poco al silencio.

Después, y esto fue lo que más me impacto, se acercó hasta la cruz y dijo: “pensamos que es para toda la vida y así seguimos. Botes que durante la noche quedan amarrados al muelle golpeándose entre sí, según el viento”. Cuando terminó de recitar se levantó se dio un beso en la mano y su mano beso la foto. Después se fue. Yo esperé unos minutos y me acerqué. Vi la foto de la mujer, muy linda como le dije, sonreía. De cuerpo entero estaba, se la veía feliz. Leí las fechas, la mujer había muerto el domingo antes de las elecciones. Sí, el día de los dos whiskys. Ahí entendí o creí entender.

Me fui. No, no lo seguí. Sabía que iba a venir para acá. Y vino, claro. No, qué le iba a preguntar, ¿para qué? Hizo su rutina y se fue. El domingo siguiente dudé bastante pero la curiosidad fue más fuerte y volví al cementerio. Ahí estaba, igual, en el mismo lugar. Solo que esta vez recitó otro poema, no sé cuál. Volví el domingo siguiente y no estaba, esperé como siempre detrás del nogal, rogando para que no me viera nadie. Pasó un rato y no apareció, intuí que no vendría. Tampoco fue a la estación. Se habrá cansado, pensé. O habrá encontrado otra mujer. Dudé en volver pero pudo más la curiosidad. Así que el siguiente domingo fui. En el cementerio quedaba muy poca gente. Mirando para todos lados me acerqué a la tumba. Cuando me paré de frente a la cruz me quedé sin aliento. Al lado de la foto de la mujer había una de un hombre, me acerqué más, me puse los anteojos. Era él; la foto la habían puesto de tal forma que parecía mirarla a ella.

Debajo de las dos fotos agregaron una de los dos abrazados. Se reían frente a un mar. Le juro que escuché el ruido de las olas. Si no me cree no me importa. Lo escuché. Lo invito la última cerveza antes de que se vaya. ¿Qué hice? me quedé unos minutos mirándolos. Lejano pasó el tren carguero que va para Rosario, el de las cinco, hizo sonar su bocina. Un jilguero le respondió con su canto. Entonces me agaché en el lugar en el que el Señor del Blenders se agachaba y empecé a recitarles en voz baja el primer poema que se me vino a la cabeza.



"El señor del Blenders" forma parte del libro "Al sur de todo" (Editorial Peces de Ciudad/2017)


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