Se sube al tren: Carlos Fonseca

Carlos Fonseca

Se sube al tren el escritor Carlos Fonseca y nos presenta su cuento inédito "Comentarios Finales".

- ¿Cuándo y por qué comenzaste a escribir?

- Comencé a escribir bastante tarde, a raíz de mis primeras lecturas. Lecturas de Cortázar, de Lispector, de Duras, mezcladas con lecturas de colegio, Unamuno, Ortega y Gasset, Nietzsche. Eran textos híbridos, sin género definido, que escribía a los dieciséis o diecisiete años. Fragmentos líricos en donde mezclaba reflexiones existenciales con pequeñas historias. El otro día mi padre recuperó el archivo que guardaba en una vieja computadora y la impresión fue extraña: sentí que no tanto había cambiado y que en esos primeros fragmentos ya se encontraba lo que escribiría después.

- ¿De qué se nutre tu escritura?

- De todo, de mis lecturas y de mi vida, de las vidas ajenas y del mundo del arte. Me gusta esa idea de que la escritura salga de todas partes. La novela sería ese gran recipiente dentro del que todo entra en comunicación, por más dispar que sea. Allí los materiales entran en diálogo y reconstruyen narrativamente otro mundo posible.

- ¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?

- Depende del projecto en el que esté envuelto. En Coronel Lágrimas el proceso de escritura fue más caótico, más esporádico pero intenso. Era lo que pedía la forma de la novela, escrita en fragmentos líricos. En Museo animal, se trataba más de un largo maratón. Así que me hizo falta mucha paciencia y mucho café. El café sería tal vez la constante. Siempre escribo con una taza de café al lado y luego me paso al té.

- ¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?

- Siento que en mi escritura lo biográfico aparece, pero siempre un poco escondido. No es que no me interese lo biográfico, pero simplemente no me he animado a abordarlo. Prefiero que sea algo que aparezca entre líneas, a modo de código secreto.

- Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?

- Con suerte en lo mismo de siempre, que me apasiona lo suficiente como convertirse en rutina: escribiendo y leyendo. Sobre todo leyendo. Esa manía no se me quitará nunca.

- Hoy ¿por qué escribís?

- Creo que uno escribe como lee. Escribir es una manera de leer el mundo, ya sea desde el plano íntimo o desde el plano conceptual. A Piglia le gustaba recordar esa frase de Faulkner – “Escribí El sonido y la furia y aprendía a leer” – y creo que tiene razón: escribimos para hacer legible una realidad que en un principio nos parece extraña.


"Comentarios Finales"

Cuentan que el viejo Solís, luego de que cerraron la emisora, incapaz de hallar trabajo a su edad, se fue a vivir a la caballeriza de su hermano. Allí se sentaba desde temprana la mañana a observar caballos. Apenas hablaba. Veía a los trabajadores pasar, se servía cervezas y se limitaba a escuchar viejas grabaciones suyas. Castañeda, que lo visitó en varias ocasiones, me comentó que se había llegado a obsesionar con una cinta en particular.

Lo había visitado un sábado y se lo había encontrado escuchando la grabación de los minutos finales de la final del ochenta y nueve. Pensando que se trataba de un mero ejercicio de nostalgia, se sentó junto al viejo, se sirvió una cerveza y dejó que los minutos confirmaran lo que ya todos sabían: que aquel equipo perdería, por más que el grito de gol pareciera acercarse. Luego se pusieron a hablar de caballos y entre cervezas dejaron que les ganara la tarde.

Lo extraño fue que cuando volvió a la semana siguiente, lo encontró en la misma pose, un poco más arisco, escuchando atentamente la misma grabación. Lo notó más lejano, con cierto aura de animal perdido y pensó que finalmente su viejo colega desvariaba. De la maquinita ya un tanto mohosa y vieja salía la irremplazable voz de Solís en sus mejores años, aquella voz torrencial e incansable que acabaría por convertirlo en el indiscutible narrador del fútbol nacional. Llegado el final, el viejo se detenía, rebobinaba y volvía a escucharla.

Por respeto, Castañeda dejó pasar los minutos y al cabo de un tiempo, notando que el viejo ni caso le hacía, se fue a merodear por las caballerizas en busca de aire fresco. A medio cigarrillo, un muchacho joven que allí trabajaba lo detuvo para pedirle un autógrafo. Y allí se quedaron hablando, de narradores, comentaristas y futbolistas retirados, hasta que un grito lejano forzó al muchacho a continuar trabajando. Castañeda remachó el segundo cigarrillo sobre la tierra húmeda y emprendió el camino de vuelta a las caballerizas.

Entonces lo vio.

Aunque de lejos parecía una repetición exacta de la vieja grabación, la voz y los gestos del viejo insinuaban algo más. A veces se le veía detener un poco el ritmo, contradiciendo los vaivenes de la vieja narración, a veces se le escuchaba titubear un pase, a veces se le veía insinuar una jugada que no había terminado por completarse. Repetía, con la voz ahora más rugosa pero igualmente encendida, la narración que había hecho aquella tarde, a la vez que esbozaba posibilidades inconclusas. Castañeda recordó entonces lo que el propio Solís le había dicho ya medio bebido la tarde de la derrota:

“Fue mi culpa, si lo hubiese narrado mejor hubiésemos ganado”

Cuando volvió a mirarlo lo vio nuevamente inmerso en aquella imposible tarea de redacción anacrónica, en batalla con su propia voz. Comprendió entonces que para su antiguo colega el pasado era un enorme rosario que debía ser narrado hasta que se produjese un milagro. Se sirvió otra cerveza y al cabo del tercer cigarrillo, se despidió. Ya a punto de montarse en el carro, escuchó como los trabajadores se reían del viejo y pensó que la locura siempre obedece a un lenguaje privado. Quince días más tarde, Castañeda le contó la historia a Eduardo y Eduardo luego me la contó a mí como si se tratase de una broma.


(*) Fotografía: David Myers


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