El gusto de asustarnos. Toma I

Maestros del terror - género literario terror - miedo en la literatura - Pablo Martínez Burkett - Mary Shelley - Frankenstein - Cementerio de Azul

¿Por qué nos atraen tanto las historias de miedo? Pablo Martínez Burkett busca entenderlo y comienza un recorrido por los grandes maestros del terror.

El terror como género es uno de los pocos que se define por la emoción que causa: deliberadamente persigue suscitarnos una emoción acompañada de manifestaciones físicas provocadas por el miedo. Y aunque esto de asustarnos a propósito no se presenta como una conducta razonable, volvemos una y otra vez a las páginas de un libro o a la butaca del cine (o el sillón más cómodo de la casa). Por eso el terror es uno de los géneros más prósperos en la industria del entretenimiento. En este entendimiento, y sin ponernos excesivamente académicos, en sucesivas entregas vamos a intentar desbrozar de dónde sale ese gusto por asustarnos mientras revisamos algunos de los principales clásicos de la literatura de terror.

Cuenta la historia que era práctica entre los romanos enterrar a sus muertos a la vera de los caminos y honrar la memoria del difunto con una inscripción en una lápida. Estas leyendas, llamadas epitafios, no pocas veces, empezaban con la frase sta viator, que significa “detente viajero”. Quiero empezar esta serie con un: ¡detente viajero!, apártate por un instante de tu camino que vamos a discurrir sobre ese, si por anómalo no menos deliberado, gozo que nos eriza la piel cuando nos entregamos a una obra maestra del terror.

Ya tendremos tiempo de intentar alguna aproximación a lo que debe entenderse por literatura o género de terror, pero por ahora empecemos por recordar que, a diferencia de otros muchos géneros, el de terror está definido por el efecto que provoca, por la emoción que despierta: es una obra que aspira a asustarnos y en donde las respuestas emocionales del lector van en paralelo a las que experimentan los personajes. Y entonces sentimos algo inasible en la panza, tenemos un sobresalto o hasta soltamos una interjección cuando no, un grito. Esa reacción frente a lo monstruoso de los hechos que atestiguamos es una forma de canalizar las reacciones a nuestras propias monstruosidades. En este entendimiento, los relatos de terror (y por supuesto, también las películas) son una forma de moderna hechicería que intenta preservarnos de ese miedo elemental, tal como hacían nuestros primeros padres cuando se arremolinaban junto al fuego para contar historias que les hicieran menos arduo enfrentar a fieras con dientes demenciales, dioses incognoscibles o la artera obra de los demonios.

Años más, años menos, a partir de la publicación del Frankenstein de Mary Shelley, el terror se fue cristalizando como un género que, más allá de los pregonados decesos, vuelve cíclicamente en diferentes formatos, ya sea las novelas y obras de teatro del siglo XIX, la literatura, los cómics, las pulp fiction, el cine y los videojuegos de nuestra era, donde autores de todas las latitudes exhiben su oficio a la hora de recrear esa conmoción frente a lo que nos asusta.

Y en esto quiero ser muy claro: las obras de miedo que encontramos en la literatura (y en el cine de hoy día) no se agotan con un carnaval de espectros, una pandilla de asesinos, unos huesos enigmáticos u otros clásicos esperables. No. Esos no son sino meros atajos. El género va más allá, toda vez que arma precisas coreografías que ofician como salvoconducto frente a un horror interior que ni los excesos contemporáneos han logrado atenuar. Por eso, muchas veces se ha pregonado el ocaso del género y otras tantas, remozado o casi para que parezca, vuelve a resurgir con nuevos ímpetus pese a que vivimos en la era de la información y que las certezas se encuentran a un clic de distancia. Pero aún frente a un entorno tan poco solidario, el terror sigue reinando disfrazado de zombis, vampiros adolescentes o la casa embrujada de la colina.

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Cementerio de Azul

Es cierto que hace más o menos dos siglos, Coleridge decía que era necesario suspender la incredulidad para disfrutar de un buen cuento de miedo. Y si ya en aquel tiempo, los autores debían aguzar los trucos para seducir a lectores cada vez más ilustrados, no es menos cierto que por estos días de vorágine tecnológica, la cuestión se complica muchos más. En efecto, en épocas donde el ingenio humano hace posible que los avances científicos se sucedan a una velocidad inusitada, espíritus volcados a la innovación constante pretenden arrumbar al cuento fantástico, tanto más al cuento de terror, en el cajón de las cosas obsoletas vencido por una tecnología que puede derrotar (explicar) todo.

Sin embargo, como queda dicho, el terror vuelve una y otra vez. Quizás la respuesta pase por algo que ya enseñaba Freud cuando decía que la razón no es más que la última capa evolutiva de la conciencia y que bajo ella, aún, es audible el cuchicheo de horrores sin nombre. Y no hace falta que lo haya dicho el padre de psicoanálisis. Bien sabemos de qué se trata cuando por las noches, no importa la edad, un ruido anómalo en la habitación nos hace meter la cabeza bajo las sábanas. Así que, por más que estemos acorazados de tecnología y vivamos con la nariz en los dispositivos, en cada átomo de nuestro ser anida ese pavor ancestral, que es, esencialmente, la materia de la que se nutre el género y que es de lo que nos vamos a ocupar en sucesivas entregas.

Basta un módico conocimiento de la Historia para saber que el hombre primordial sufría las acechanzas de una Naturaleza que, sin ahorro de carnicerías, le daba la dimensión de su diminuto señorío. No hace falta rebuscar demasiado en la memoria. Cazar o ser cazado era la espantosa agenda. El pobre cavernícola debía enfrentar, además, un largo catálogo de terrores inauditos, tanto o más palpables. Sí, de la misma manera que se maravillaba con la carrera solar y los progresos de la luna, también sospechaba la presencia de demonios que aportaban un balance siniestro. Mientras mayor era la perplejidad, mayor era el reinado de lo oscuro e imprevisible. Y esa sucesión de miedos indecibles hicieron nido para siempre en lo más recóndito de nuestro inconsciente.

Por eso desde aquel miedo ancestral hasta la sucesión de miedos urbanos de nuestros días, la emoción es la misma: el miedo a lo desconocido que, como ya nos advertía H. P. Lovecraft, es la emoción más antigua e intensa de la humanidad.

De modo que si aceptas mi invitación a este repaso de los clásicos que nos vienen asustando desde siempre verás, compañero lector, amiga lectora que, aunque asumen diversa forma y argumentos varios, el terror que nos hostiga en nuevos formatos literarios o fílmicos no trata sino de los horrores que fingimos haber olvidado. Porque ¿acaso no te asalta un estremecimiento cuando entras en una casa totalmente a oscuras? ¿Y qué de intentar nadar en aguas inexploradas? ¿O ese titubeo cuando parece que el viento mece un postigo y trae voces de los que ya no están? Un racionalismo a ultranza habrá de etiquetar todos estos sentires como meras supersticiones. Por su parte, los fundamentalistas de la ciencia arremeterán con que la realidad es una, sólida e inescindible. No te voy a hablar del engaño de los sentidos, simplemente déjame señalar que el refugio especulativo dura cada vez menos porque esos mismos progresos de la ciencia nos han instruido sobre la existencia de partículas que oscilan con un vértigo imperceptible; gatos indefinidamente vivos y muertos; universos paralelos en los que un observador determina un acá que acaso implica el colapso de los allá, y tantos otros miedos, angustiosamente contemporáneos, perennemente añejos.

Sí, otra vez el miedo, ese viejo compañero tan antiguo como el pensamiento y el habla, que a un mismo tiempo nos agita y nos fascina y cuyo conjuro intentamos con resultado desparejo, sea con talismanes, invocaciones o ritos varios. Curiosamente, uno de esos ritos es sin duda, la literatura de terror. Mentes más esclarecidas podrán establecer los lazos entre aquellos miedos y el exorcismo de leer ovillados en un sillón, un banco de la plaza o un tren subterráneo. Pero nosotros vamos a dedicarnos a disfrutar de los grandes maestros sin otra agenda que gozar de ese estremecimiento.

Por eso: ¡Detente, viajero! Porque de la mano de alguno de los autores clásicos del género vamos a repasar ese misterio que constituye el gusto casi infantil por asustarnos.



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Pablo Martínez Burkett.Pablo Martínez Burkett (Santa Fe, Argentina, 1965) Escritor por vocación y abogado de profesión. Desde 1990 vive en Buenos Aires. Profesor de posgrado enseña Derecho en universidades locales y de Hispanoamérica. Cultiva el fantástico rioplatense con predominio del terror y la ciencia ficción oscura. Tiene más de una docena de premios en concursos. Ha sido publicados en las principales revistas que cultivan el género a ambas márgenes del Atlántico. Escribió para programas de radio, ha participado en numerosas antologías y ha sido traducido al inglés, francés, italiano, portugués y rumano. Ofició de jurado en unos cuantos concursos. Le apasiona traducir y lo hizo con regularidad para Axxón. Sus libros de relatos son: Forjador de penumbras, que mereció el 1er. Premio Mundos en Tinieblas (Galmort, 2011 y Eriginal Books, 2014), Los ojos de la divinidad, que mereció el Fondo Metropolitano de la Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Muerde Muertos, 2013) y Mondo Cane (Muerde Muertos, 2016). Está terminando de escribir un folletín por entregas, una novela y un par de libros de cuentos. Notas de Pablo