Colimba - Lucas Berruezo - ADELANTO

Presentamos un adelanto de la novela "Colimba" del escritor argentino Lucas Berruezo, publicada por Trapezoide Ediciones, ya en preventa y próximamente en las librerías de todo el país
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La lotería

Esa noche no durmió. O, mejor dicho, durmió poco y mal. Una cena liviana y un poco de música (La Biblia de Vox Dei no había, hasta ese momento, fallado nunca) no lograron relajarlo lo suficiente como para facilitarle el sueño. Ya por la mañana, apagó el reloj despertador antes de que sonara. Se pegó una ducha y se hizo un café con leche que apenas tomó y tiró por el desagüe de la pileta de la cocina.

Como todas las mañanas, caminó las cuatro cuadras desde su casa hasta la estación de Haedo para tomarse el tren que lo llevaría a su trabajo, el local de ropa masculina Romeo, a metros de la estación de Castelar. A pesar de la aparente cotidianidad, Walter Goyochea sabía que esa mañana (todo ese día, en realidad) iba a ser diferente. Ni bien salió de su casa sintió un frío inusual, un frío que, también lo sabía, no tenía que ver sólo con el clima de agosto. No hacía más frío que en los días anteriores y, sin embargo, la campera de corderito parecía no servir para nada. Y no servía porque el frío no venía de afuera, sino de adentro, de sus propias entrañas.

Intentaba comprender su situación, racionalizarla de alguna manera. Todo el mundo pasaba, había pasado o pasaría, algún día, por lo que él estaba pasando. Y si no era todo el mundo, al menos sí una gran parte de él. No tenía que exagerar ni ser fata14 Lucas Berruezo lista. Lo que le ocurría era perfectamente natural, como para las mujeres la menstruación o para los ancianos una enfermedad terminal: algo terrible, pero inevitable.

Caminó con las manos metidas en los bolsillos de su campera. El viento le daba de frente y le congelaba la nariz. Le dolía respirar. A su alrededor, Haedo empezaba a despertar. Las ventanas de las casas se abrían a sus jardines cubiertos de escarcha. Los autos (uno que otro Falcon, algunos 4 L, un Fiat 1600, dos Renault 12) pasaban a su lado por la avenida Rivadavia en dirección a Ramos Mejía. Al llegar al andén, vio con indiferencia que estaba atestado de personas. Muchos tendrían que subir y bajar del tren por las ventanillas. No le importó. Eso les pasaba a los que iban al centro, y él iba en dirección contraria.

En pocos minutos, y después de un viaje cómodo, estuvo en la estación de Castelar.

Antes de ir a Romeo, pasó por el bar del Chueco, que estaba en la misma esquina que el quiosco de diarios, al que tendría que volver después. Ni bien entró, el Chueco Solís, amo y señor del lugar, le preguntó por las novedades del día. Walter se hizo el desentendido y fue directamente a donde estaba el Indio, el chico que hacía a su vez de camarero y sirviente. Le pidió un cortado y salió antes de que volvieran a interrogarlo. Ya afuera, evitó mirar a don Roque, el diariero.

Al entrar a Romeo se encontró con Raúl, su jefe, y con Federico, su compañero de ventas. Ambos lo miraron sin moverse.

—A la tarde me entero —dijo Walter, sabiendo lo que significaban sus miradas. Se dirigió a la parte trasera del local mientras se sacaba la campera.

Detrás del mostrador de madera había una abertura con una cortina blanca a modo de puerta que daba a un pasillo corto y estrecho. Éste, a su vez, desembocaba en otras dos puertas (éstas sí verdaderas puertas): una daba al baño y la otra permitía acceder al depósito, un cuarto de escasas dimensiones. En el pasillo colgaba un perchero con tres ganchos, dos de los cuaColimba 15 les ya estaban ocupados. Walter colgó su abrigo en el lugar que quedaba libre y siguió hasta el baño. Una vez ahí se mojó la cara y se miró al espejo. Estaba pálido.

Se secó con la toalla blanca que colgaba a un lado de la pileta y salió. Federico ya estaba con un cliente, mientras que otro miraba las corbatas. Raúl, desde el mostrador, le hizo señas con la cabeza para que se ocupara.

Actuó por inercia, mostrando las corbatas que tenían. El Indio entró con su cortado y lo dejó sobre el mostrador. Antes de que el cliente se decidiera por algo, entró otro. Y después de éste, entraron dos más. Pronto, el local estaba tan lleno que el mismo Raúl tuvo que ponerse a atender, cosa que rara vez hacía.

Cuando los clientes se fueron, algunos después de haber comprado y otros sin haber gastado un peso, Walter miró el reloj que colgaba de la pared del fondo del local. Eran las once y veinte de la mañana. Su cortado había muerto de frío sobre el mostrador y él todavía tenía que soportar el resto de la mañana y la mayor parte de la tarde.

A las seis en punto, y después de despachar al último cliente, Walter se acercó a su jefe.

—Raúl —dijo, sin poder evitar mostrarse inquieto—, ¿puedo ir a comprar el diario?

—Andá —respondió el hombre, mientras hacía unos garabatos en un cuaderno—. No sé cómo aguantaste tanto.

Walter salió del local y corrió, más que caminó, hasta la esquina. La noche ya casi era completa y las luces de mercurio iluminaban la calle con un resplandor blancuzco. Al llegar al puesto, le pidió un ejemplar de La Razón a don Roque.

—No me queda nada, che —dijo el quiosquero desde el interior del puesto—. Pensé que ya habías conseguido uno.

Walter sintió un frío que le recorrió la espalda. Se inclinó hacia delante.

—Pero ¿no le queda nada? —insistió— ¿nada de nada?

Don Roque negó con la cabeza, pero inmediatamente explotó en una serie de carcajadas. Walter se echó hacia atrás, confundido.

—¡Te estoy tomando el pelo, hombre! —la risa apenas lo dejaba respirar. Se agachó detrás del mostrador y sacó un ejemplar vespertino de La Razón. Se lo alcanzó a Walter—. Tomá, te guardé uno.

Walter lo agarró y tardó en reaccionar.

—Vamos, che —dijo don Roque, mirando hacia el bar—, que todos queremos saber.

Walter se volvió y siguió la mirada del diariero. Ahí vio al Indio, en la puerta, con un repasador sobre el hombro. Adentro, desde detrás de la barra, el Chueco le hizo un gesto con la cabeza.

Entonces, pasó página tras página, esperando encontrar la que contenía el sorteo de la lotería. Tardó bastante, y varias veces el diario estuvo a punto de desarmársele entre las manos. Por fin dio con ella y rápidamente buscó su clave: los últimos tres números de su documento. Ahí estaban. Miró el número que le correspondía. Ahí estaba también: el 624.

Lo vio y supo, al instante, lo que significaba.

—¿Y? —preguntó don Roque.

—Seiscientos veinticuatro —dijo Walter como en un susurro.

La comparación estuvo de más, pero a él le causa gracia.

—¡Tierra! —exclamó el quiosquero— ¡te tocó tierra!

Walter asintió.




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