• trenINSOMNE N° 19 - octubre/diciembre 2020
• Staff trenINSOMNE
• Libros/Adelantos

La pose correcta

Faltan quince minutos para que las puertas se abran y ya está todo listo. En la antesala hay una mesa con café y algunas masas debajo del cartel en el que se lee “Feria de vida”.

Después de revisar que la ropa interior esté bien puesta les pido a las chicas que caminen detrás de mí. A las más nuevas les tiemblan las piernas, estiran los brazos hacia adelante para tocarse entre ellas, como si fueran a perder el equilibrio.

Cuando llegamos al salón principal cada una entra en su vitrina. Se acomodan en silencio detrás de los cristales. Cierro cada ubicación. Me detengo ante las dos últimas.

La mujer de la derecha, a la que llamo Confianza, sabe lo que hace. Puedo verle la línea apenas marcada de la cicatriz. No mira a los ojos, expone el abdomen plano inclinando el cuerpo un poco hacia adelante. La mano que apoya en la curva de la cintura hace suponer que sostiene un gran vientre. No lo tiene, pero se puede intuir exactamente cómo sería si lo tuviera.

La de la izquierda es nueva. Tiene los ojos dilatados como un animal al que encandila la luz. Aún no le encuentro un nombre, tal vez tendría que dejar de lado las virtudes que me gusta utilizar y llamarla Ciervo, dócil en la espesura del bosque, peligroso ante los faros de un auto.

Doy la señal y los clientes entran. Las parejas caminan sobre la alfombra azul, alrededor de las vitrinas. Nosotras esperamos en los costados, sin intervenir.

Hoy huele a naranjas, las imagino maduras, de un gusto apenas amargo. Los adornos de las paredes son del mismo tono.

Desde el lado opuesto de la sala, otra cuidadora me señala a Ciervo. Los clientes siguen de largo sin mirarla. Me paro frente a su vitrina. Ella tiembla, transpira. Tiene un latido mínimo debajo del ojo izquierdo y un nerviosismo en las manos que intenta disimular con una nueva pose. Pero no puede engañarme.

Pulso el control y una tela negra cae sobre la vitrina. Entro. Meto la mano en mi bolsillo, toco la jeringa. Ella entrelaza los dedos como pidiendo que la libere. Le hago un gesto de silencio. Ciervo quiere salir, en su mirada se acumula la fuerza necesaria para romper el vidrio. Saco las llaves y se las muestro. Se calma. Contra el fondo oscuro sus ojos se dilatan aún más. Hay algo melancólico en ella. No está preparada. El problema son las nuevas gestantes, siempre lo digo. Es preferible trabajar con las que ya parieron. Todo se aprende.

Tomo a Ciervo de la mano y en su boca se insinúa el alivio. Confía en mí. Pienso en cómo me hubiera gustado tener un útero viable como ella, no uno como el mío. La miro a los ojos. Ya respira más calmada. Entonces en un movimiento rápido, entrenado, le clavo la jeringa en el brazo.

Ciervo quiere gritar pero no puede. Se va quedando quieta. La parálisis empieza en la garganta y después sigue en el pecho, le baja por la cintura, pasa por las piernas, llega a los pies. Se ramifica por su boca y las líneas de la frente. Antes de que se quede rígida del todo la acomodo en la pose correcta.

Salgo y cierro la puerta de atrás la vitrina. Oprimo el botón, la tela se levanta. Nada se ha interrumpido. Vuelvo a mi lugar.

La alfombra azul es como un rio que trae las esperanzas y los sueños de una pareja joven. Se detienen frente a Ciervo. Sonríen ante su expresión radiante. La van a elegir.

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