Gesell - Sebastián Pujol

El fin del verano no llega y los habitantes de la villa turística añoran el momento de recuperar sus calles, en este cuento de Sebastián Pujol
Gesell - Sebastián Pujol - Narrativa - Cuentos - Lecturas - Leer en cuarentena - Convocatoria trenINSOMNE 2020

Entré a la terminal por la cuatro. Estacioné el colectivo en la segunda plataforma. Me recosté, puse las dos manos en el volante y miré los asientos vacíos, el pasillo sucio. La goma del piso estaba despegada en los bordes. Apagué las luces. Hice un fajo con los billetes de la recaudación del día y bajé.

-¿Cuándo termina el verano? – le pregunté a Miguens, que tomaba mate en un vaso de vidrio, con una bombilla de plástico blanca. Estaba sentado en una banqueta apoyada contra la pared en un cuarto pintado de amarillo. Tenía una camisa blanca y una corbata azul, ambas con el nombre de la empresa de colectivos “El Último Querandí”. Lo acompañaba su hija, de baja estatura, pelo negro, enrulado, oscuro y sin gracia, que le ceba los mates mientras mira el piso o la pantalla de la televisión en la que siempre está sintonizado un canal de música. Tiene los mismos rasgos de su padre. Nunca los escuché dirigirse la palabra.

Dejé la plata sobre el mostrador y encaré hacia la puerta. Miguens se puso los anteojos que tenía colgando del cuello con un hilo marrón, humedeció su pulgar con la lengua y empezó a contar los billetes.

-Un mes más, pibe. En un mes acá no queda nadie.

Crucé la terminal casi vacía. Quería comer algo. Salí por la tres. Me saqué la camisa blanca de la empresa y seguí con la remera roja que tenía debajo. Le arranqué el envoltorio a un paquete de cigarrillos y lo golpeé contra la palma de la mano. Un cigarro para frenar la ansiedad. Paré para encenderlo y después le di algunas pitadas apoyado contra un poste de luz. La avenida hervía de gente. Era la hora de cenar y los veraneantes salían a la calle recién bañados camino al centro.

Librópolis estaba llena e irradiaba una luz verdosa. Todos buscando “El libro para las vacaciones”, ese que no pueden leer en el resto del año porque no tienen tiempo. Leen en la playa, con los dedos manchados de protector solar y la arena pegada en todo el cuerpo. Milanesas lectoras friéndose al sol.

Podría ir a casa y mirar un poco de tele. Después ver si encuentro a alguien en la pizzería de Nico para tomar cerveza, o Fernet si va Mariano, y escuchar música. Pero la librería tenía esa luz cálida y quizás Lili había reservado algo para mí. Me apuré a terminar el cigarrillo y arrojé la colilla al aire. Dio varias vueltas y cayó en el agua del cordón de la vereda. Me froté los ojos. Con la última pitada profunda el humo se me había ido a la cara. Después crucé.

-¿Cuándo termina el verano Lili?

Ella bajó apenas la cabeza y me miró por sobre los anteojos.

-Mirá Feli, no tenés por qué quejarte. Es casi el negocio perfecto para vos. Ellos se llevan todo lo malo y yo te reservo los buenos libros -, dijo la dueña de la librería.

Nos conocimos el día en que le cambié un viejo diccionario en tres tomos de mi viejo por una colección de libros sobre dos jóvenes detectives. Yo tenía diez años.

Sacó de abajo del mostrador un ejemplar en perfecto estado de “Llenos de vida”, de John Fante. Había leído por recomendación de ella “Espera a la primavera Bandini”, “Pregúntale al polvo” y “La hermandad de la uva”. Se sacó los anteojos y los limpió con su saco marrón. Hacía tiempo que Lili no se teñía, y tenía una mitad del pelo blanca y la otra negra.

Después me dijo que este libro era diferente a los demás, que conmovía de un modo diferente. Le eché un vistazo a la contratapa. Después lo levanté con ambas manos y lo sacudí en el aire como si fuera un trofeo. Crucé el mostrador, le di a Lili el abrazo que se merecía y un billete de diez, acepté un mate, y me fui mirando la foto de la tapa. La imagen mostraba a la típica familia yanqui de los años cincuenta: el sueño realizado.

Guardé el libro en la mochila. Saqué mi campera rompevientos negra y me la puse mientras caminaba. Hacía varias horas que era completamente de noche. La gente seguía peregrinando camino al centro. Encendí otro cigarrillo haciendo carpa con una de las manos y pensé que lo mejor era comer algo rápido y después ir a la playa. Buscar un lugar donde nadie me molestara. Sentarme a leer hasta que finalmente alguien viniera y me interrumpiera, porque en esta ciudad balnearia y en verano no hay posibilidades de escaparse.

Entonces huiría a la pizzería de Nico a escuchar música. Buscaríamos un disco en la pieza detrás del negocio, al fondo de un largo pasillo en el que planta marihuana en macetas y en la que duerme entre libros y discos que ocupan casi todo el espacio.

Compré una tarta en un almacén. Cuando salía me crucé con una chica que iba siempre a la pizzería de Nico. Nos saludamos y le pregunté cuándo terminaba el verano. Ella sonrió y me dio un beso en la mejilla. Tenía un pircing en la nariz y un tatuaje en la mano. Según escuché había tenido algo con Nico, pero eso no terminó del todo bien. Nunca le pregunté a él por esa relación, pero la verdad es que no hablamos de ninguna otra cosa que no tenga que ver con pizza, marihuana o música. Las únicas chicas interesantes de la ciudad terminan teniendo algo con Nico.

Fui hasta la playa y bajé a la orilla, donde la arena es más compacta y no se mete en las zapatillas. Una pareja de cuarentones paseaba de la mano esquivando las olas. Caminé hasta un parador muy pequeño, pintado de azul. Estaba cerrado, pero tenía las luces de afuera prendidas. Me senté en un bloque de hormigón escrito con aerosol.

Desenvolví la tarta, apoyé la mochila en la arena y el libro sobre ella, con el lomo contra el viento para que no se le abrieran las hojas. El mar estaba picado y se podía distinguir la espuma en la cresta de las olas bajo la luna.

No es que leer sea lo que más me gusta. Lo que más me gusta es la música. Tomé clases de guitarra durante un año, y hasta tuve una banda. La música es lo que me identifica. Los libros los disfruto y hasta algunas veces escribo. Pero no soy bueno tocando la guitarra y peor todavía escribiendo.

De a una cosa por vez: primero la tarta, después el libro. Pensaba en eso cuando la vi sentada en la arena, algunos metros adelante mío, adonde no llegaba demasiada luz, con las piernas encogidas. Se rodeaba las rodillas con los brazos. El viento le alborotaba el pelo lacio que llevaba corto a la altura de los hombros. Tenía un pantalón de jean con el dobladillo demasiado alto. -se le veían los tobillos flacos– y una musculosa negra, que le quedaba suelta.

-¿A dónde se fueron? ¿Vos sos de los del piso de arriba? – dijo ella sin voltearse.

¿Cómo no la había visto cuando llegué? Estaba a poco más de cinco metros y no la había visto.

-¿Cómo no te vi cuando llegué?, - dije. Ella giró y sacó un paquete de Camel de una cartera volcada que estaba a su lado. Encendió uno y después se rascó la cabeza con la uña del dedo gordo de la mano en la que sostenía el cigarrillo. Alrededor suyo había tres botellas de cerveza vacías y clavadas por el pico en la arena.

-¿Entonces vos no sos de los del piso de arriba? – dijo.

-Vivo en una planta baja.

-Yo estoy parando en un primer piso.

-Entonces capaz que soy de los del piso de abajo. – Ella festejó mi primer comentario con una sonrisa. Punto para mí.

-Es lo primero que me dicen y suena bien desde que llegué.?

-¿Desde…?

-El jueves a la noche. Cinco días. Menos de una semana desde que llegué y ya me despierto sola de noche en la playa, rodeada de botellas y hablando con un desconocido. ¿Vos, cuanto hace que llegaste?

-Recién llegué y, como no te vi, pensaba comerme una tarta. – Alcé mi comida.

-Te preguntaba cuándo llegaste a Gesell.

-Dieciocho años.

-¡Ah!, - dijo y miró el mar. Puso su mejor postura romántica, de ojos entrecerrados mirando al horizonte y pelo batido por el viento. Le salía a la perfección. Me tenía hipnotizado. – María Sol. Borracha y abandonada por mis amigos. ¿Vos?

-Felipe, colectivero gesellino.

-Colectivero… ¿Cuántos años tenés?

-Dieciocho.

-O sea que naciste acá. Yo dejaría lo que fuera por vivir cerca del mar.

-Mi viejo pensaba como vos.

-¿Qué puede tener de malo vivir en una ciudad balnearia?

-Mucho más de lo que te imaginás. Por ejemplo, que todas las chicas interesantes vienen solo por un par de días y se van.

-Muchas gracias por lo de interesante.

-No es lo único malo. Todos los días te cruzás con gente que no tenés ganas de ver. Es inevitable. Por ejemplo, cuando venía para acá pensé en ir por un pancho al kiosco de Ricky, que está a un par de cuadra de acá. Ricky es un tipo piola, pero cuando llegué a la esquina vi que estaba “el gordo” Lucas en la puerta, con un pibe que se llama Fernando y otro alto flaco del que nunca me acuerdo el nombre. Lucas fue conmigo al colegio. Todos los días hago lo posible por no cruzármelo, pero a veces fallo. Ya es suficiente con haberlo tenido que ver durante todo el secundario. Si alquilás una moto de agua lo vas a conocer. Está laburando con eso.

Me dijo que no tenía pinta de colectivero. “Bondilero”, fue exactamente la palabra que usó. Se levantó y dejó la cartera en la arena. Se sentó a mi lado. Me contó que había tomado de más, que se había quedado dormida y al despertar se encontró sola. Que la arena estaba muy húmeda.

-Se puede conocer gente nueva hasta cuando te quedas dormida. ¿Conocés la capital?

Yo había estado una sola noche. Para el festejo del cumpleaños de una tía. Villa Urquiza, se llama el barrio. Fuimos y volvimos en la misma noche. Mi viejo no quería ni ver Buenos Aires de día.

-¿De qué se trata? –me preguntó. Agarró el libro como si fuera un objeto peligroso o estuviera sucio.

-No sé, todavía no le empecé. Ya leí varios de este autor.

-No sé, todavía no le empecé. Ya leí varios de este autor. -¡Ah! sos todo un lector, -dijo, con tono burlón, pero amable. -Supongo que vivir en una ciudad con playa tiene sus cosas buenas y sus cosas malas, pero es mejor acá. Creeme. En la ciudad hay demasiada gente pero nadie se conoce. –Hizo un silencio largo. Me di cuenta que le gustaba mirar el mar y entrecerrar los ojos. -¿En invierno acá no queda nadie, ¿no? Eso debe ser triste.

-Estoy esperando ansioso a que se vayan todos. Cuando era pibe me costaba entender cómo era la mecánica por la cual durante unos meses la ciudad era literalmente invadida y después, tan rápido como se había llenado, se vaciaba. Lleva tiempo entenderlo.

Se escuchó una voz. Una chica gritaba su nombre desde la calle. Se levantó de la arena tambaleándose. Agarró su bolso que había quedado a unos metros, se despidió con la mano y se fue. Desde lejos llegaron algunas risas. La tarta estaba llena de arena. Guardé el libro y me fui a mi casa. Mi vieja había dejado un plato de fideos con manteca en la heladera.

Unos días después subió al colectivo en el centro. Eran las tres de la tarde. Se sentó al fondo junto a tres amigas. Cruzamos algunas miradas por el espejo retrovisor. Bajó cerca de la terminal.

Chau Maria Sol, dije en voz baja, quizás el verano próximo tenga más suerte.



=========================================================================

Leer más...

El libro de los americanos sin nombre - Cristina Henríquez - novela - feminismo - racismo - violencia institucional - violencia estatal - Floreana Alonso

El libro de los americanos sin nombre - Cristina Henríquez

Dos familias inmigrantes en Estados Unidos, la indiferencia por sus necesidades y el maltrato por parte de los norteamericanos


Seguir leyendo
Carlos Skliar - Ficción - escritura - educación - niñez - Soledad Hessel - entrevista

Carlos Skliar: "Pienso en la ficción como una necesidad humana"

Skliar plantea preocupaciones sobre la educación y la necesidad de generar espacios donde los niños puedan ser libres y disfrutar del ocio

Seguir leyendo
Escribir - Andrés Olveira - Oulipo - experimentos literarios

Las influencias tardías y Oulipo





Oulipo, un grupo de experimentación literaria, que sigue, años después, influyendo en los nuevos escritores


Seguir leyendo