La lista - Mariela Dorfman

¿Cuántas de las decisiones que tomamos a diario están influenciadas y exigidas desde el exterior? En "La lista" la escritora Mariela Dorfman nos muestra cómo no siempre hacemos lo que creemos que deseamos hacer
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"La lista"

Alan apagó el motor. Afuera, Mili conversaba, en la puerta de entrada, con el vecino de la comisión de ética y disciplina, un hombre alto, recién jubilado, con sobrepeso y una lista para cada cosa.

Alan bajó, los saludó, abrió el baúl repleto de bolsas y comenzó a colgárselas de las muñecas. El vecino —sin dejar de repetir que muchos se habían quejado y que tenía la lista encima— ayudó a Alan con las bolsas y le comentó eufórico que ese carbón era el mejor.

El perro, inquieto, desesperado por salir, festejó la llegada de Alan y arañó el vidrio al costado de la puerta principal. Entraron.

El vecino comentó algo sobre su simpatía hacia los animales y también dijo que era necesario castrarlos.

—Todos los perros machos de esta cuadra y la paralela están castrados —dijo. Comentó también que era lo mejor para ellos porque solo el olor de una hembra en celo a muchas cuadras a la redonda los enloquecía.

Repitió de diferentes maneras que era un regalo que uno le hacía al animal. También dijo que por algo habían elegido vivir en un barrio con reglamento y límites. Recomendó a un veterinario a unas cuadras, fuera de las murallas del barrio. Siguió hablando del veterinario.

Alan asintió y le ofreció una cerveza.

Se sentaron en la galería y mientras el perro jugaba con los zapatos de Alan, los mordisqueaba, el vecino sacó la lista del bolsillo. Leyó en voz alta los nombres de todos los vecinos de la cuadra, de un lado y del otro.

Especificó la queja de cada uno y cuántas veces el cachorro había invadido casas ajenas. Describió las peleas que tuvo con otros perros, persecuciones a gatos, y al final dijo que la vecina más vieja de la cuadra había sufrido un ataque de estrés producto de la falta de castración del animal.

Alan le dijo que estaba de acuerdo con la castración, que esa semana él mismo se ocuparía de llevarlo a la veterinaria. Remarcó que seguramente era una intervención simple y nada dolorosa mientras le ofrecía otra cerveza. El vecino le dijo que le vaciaban los testículos.

—Quedan como dos bolsitas sin nada. El perro ni se entera, un mareo por la anestesia y nada más. La calma vuelve al barrio. Te aseguro que es lo mejor que podés hacer por tu mascota. En todos los países civilizados lo hacen.

—¿Querés otra cerveza?

—Dos es mucho. Ya estoy.

—¿Seguro?

El vecino asintió y Alan lo acompañó hasta la puerta y cuando volvió se encontró con Mili. Alan se acercó para abrazarla y ella lo rechazó. Mili se agachó y le tiró al cachorro un zapato de Alan a modo de pelota. El perro corrió, lo agarró y comenzó a sacudir la cabeza a un lado y al otro.

—¿El perro no tiene derecho a ser libre? —preguntó Mili mientras tanto.

—Supongo…

—¿Y yo? Ni voz ni voto. Podrían haberme incluido en la conversación…

Alan sacó otra cerveza y se sentó al lado de su zapato deformado. El perro, mientras movía la cola como un ventilador, esperaba otro lanzamiento.

—No podemos estar peleados con todos los vecinos. Además, otro perro podría atacarlo. Es mejor tener las bolsas vacías y vivir muchos años que morir por conservar la libertad.

Mili no respondió. Se metió en el baño y al rato salió con un test de embarazo en la mano. Alan, clavado en la tele, un partido de rugby viejo de Los Pumas.

—Estoy embarazada —le dijo y apoyó el test al lado de la cerveza caliente.

Alan la felicitó por la ocurrencia.

Mili le repitió que estaba embarazada.

Alan, entonces, tomó la correa, el perro saltó de su cucha y comenzó a girar en redondo a su alrededor, chillando. Caminó por toda la cuadra varias veces, intentó memorizar cada palabra del vecino con respecto a las huidas de su perro y las consecuencias que le deslizó. Volvió cansado; el cachorro también.

Alan subió a la habitación. Mili se acariciaba la panza chata por debajo de la remera.

—No quiero ser padre —le dijo Alan al entrar—. No quiero, Mili.

—Estuve con la ginecóloga —dijo ella—, es muy chiquito todavía. Ella dice que tenemos que pensarlo bien. Dice que para tener un hijo tenemos mucho tiempo y que si no estamos seguros es mejor…

—Tenemos mucho tiempo para hijos. Hoy no es el mejor momento. Yo creo que tendrías…

—¿Tendría? En esto estamos metidos los dos.

—Sí… claro. Tenemos que abortar, entonces. Yo voy a estar a tu lado.

—No me alcanza con eso —dijo ella y se levantó. Se paró delante del espejo y comenzó a dibujar en el aire la forma abultada de la panza—. No quiero ser la única que sufra —dijo, y se pasó las manos por los pezones.

—Yo también sufro —dijo Alan acercándose—. Voy a estar con vos todo el tiempo. Te voy a cuidar, a mimar. Todo lo que me pidas va a ser tuyo.

—Quiero que…

—Lo que quieras, amor. Pedime lo que quieras.

—Circuncidate —dijo ella.

Alan se levantó, la miró, se sentó. Con la mirada buscó los cigarrillos que hacía seis años no tenía.

—¿Qué cosa? —preguntó.

—Si vos querés que yo aborte, yo quiero que vos te circuncides. Mi ginecóloga conoce a un médico que lo hace con adultos. Dice que es muy confiable y discreto. Es muy simple. Más que lo otro…

—¿Vos estuviste hablando con tu ginecóloga de esto? —gritó Alan.

—Es la muestra de amor que necesito —resolvió y se metió en el baño.

Al rato, cuando salió, adjuntó que él tenía que hacerlo primero, le pasó los datos del médico y le avisó que se iría un rato a visitar a su hermana y que se llevaba el auto.

Alan bajó, se sentó en el sillón y se quedó mirando la pantalla negra. El perro lo distrajo cuando le mordió la mano y tironeó. Alan tomó la correa y lo sacó a dar una vuelta. En el camino se cruzó con el vecino de la lista.

—¿Llamaste a la veterinaria?

—No tuve tiempo todavía —respondió tirando del perro para seguir camino.

—¡Avisale que vas de parte mía! ¡No te olvides!

El día de la circuncisión llovió desde la mañana hasta la noche. Mili lo acompañó, lo besó antes de entrar y le dijo que estaba orgullosa de él. Alan contuvo las ganas de llorar. Respiró hondo y entró.

Volvió a casa en el asiento del acompañante, fue lento hasta el sillón y se tiró olvidándose que debía sentarse con más cuidado. Gritó. El perro giró a su alrededor.

—¿Me traerías una cerveza, mi amor, por favor?

—De ninguna manera. No podés tomar alcohol.

Le preparó en cambio un té de hierbas que le dieron unas terribles ganas de vomitar. Mili sugirió que sería mejor que durmiera abajo esa noche para no hacer esfuerzo al subir las escaleras y le dejó el pijama, la crema y una frazada.

A los pocos días, mientras miraban una película, Mili lo abrazó, lo besó y él, al sentir la erección, gritó y la alejó.

A la mañana siguiente, cuando Mili se iba a trabajar, sonó el teléfono. Era el vecino preguntando sobre la castración del perro. Mili le hizo un gesto burlón a Alan mientras le respondía al vecino que en estos días llevarían al perro a la veterinaria y fijarían la fecha de la intervención. Mili cortó y Alan aprovechó.

—¿Y vos? ¿Cuándo te toca con la ginecóloga?

Mili sonrió, le acarició la oreja, jugueteó con el cachorro y le respondió que no todavía. Más tarde, Mili lo llamó para contarle que cenaría en lo de su hermana porque ya le había dado la gran noticia de que, por fin, después de tanta búsqueda había quedado embarazada.

—Llamá al veterinario, no te olvides. Aprovechá que estás al pedo y pedile fecha para la castración. Las chicas del barrio ya no me hablan de otra cosa. Dale, ponete las pilas.

Alan cortó y se acercó a la puerta principal.

El cachorro ladraba como un loco a un gato que se paseaba contorneándose por la entrada como si fuera el dueño de casa.

El cachorro raspaba la puerta, aullaba torpe y ladraba.

Alan apagó las luces de la entrada, se asomó, chequeó que no hubiera nadie a la vista, se agachó despacio y abrió muy lentamente la puerta.

—Andá —le dijo y llegó a acariciarle el lomo.



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