Me quedo - Marina Klein

La vida, que a veces sacude sin darnos tiempo a pensar ni a respirar, y las emociones que estas situaciones despiertan mostradas en toda su crudeza en este relato de Marina Klein
Marina Klein - Narrativa - Cuentos - Lecturas - Leer en cuarentena



Me quedo parada con la mano en alto, el brazo extendido, el grito a medio dar.

Me quedo muda y ciega.

Me quedo.

El dolor que siento en los músculos es atroz. No hay poesía en la luz eléctrica gastada, en la lamparita de 60 watts que cuelga del cable negro desnuda en el centro de la habitación. La falta de sombras cálidas y ternura humana es devastadora. Mi carne ya no tiene capacidad de continuar esa letanía de angustia.

La alfombra roja llena madrugada queda ahí, con su polvo viejo y antiguos jugos humanos.

Salgo.

Veo mi reflejo en las grietas de la calle, en medio del asfalto cuarteado, en los charquitos aceitosos que se forman. Esos espejos de agua negra y espesa, como ventanas a las profundidades de la ciudad. Como el ojo que deja ver el alma de las cosas, lo oculto de las superficies. La hondura de las cavernas que existen bajo los suelos, y debajo, aún más abajo, el hondo vacío. La tierra hambrienta, olvidada, desahuciada, rellena su faz de la podredumbre humana.

Sé que he sido viento norte en algunas vidas; en la mía, ha habido vientos arremolinados provenientes de todas las direcciones.

Doy unos pasos y vuelvo a parar. Cómo huir del ansia de caminos. Cómo no volverse loca.

Convivir siempre con esta soledad tan tajante. Tocando sólo de a pequeños roces con alguna gente, pequeños acercamientos, pequeños compartires, pequeñas vulnerabilidades. Y después la continuación de una carretera ávida de despueses que nunca se agotan. Siempre hay algo más a ser visto, oído, olido, caminado, transitado. Siempre hay algo más allá. Algo más por vivir, por escribir, por fotografiar, por ver, conocer, descubrir, sucumbir. Otra gente que aún no se ha probado, saboreado. Esa ansia perpetua, como un yugo que cargo, algo que arde, que no se sacia con nada. Siempre hay más cuerpos, más mentes, más miradas que alcanzar.

Angustia siempre. El gusto de cada piel es sólo el vacío que va a llenar la próxima.

Se sacia sólo de vez en cuando llenando huecos en otras angustias. Haciendo nido en otras existencias, la vida propia como la película de alguien siendo proyectada en loop en otro cerebro que a su vez me devora, me ansía, también sin agotarse nunca.

Porque son pocos con quienes comparto el ver, la mirada. Son pocos quienes andan por el mundo como yo, con la piel recién puesta y como en carne viva. Que los colores le signifiquen tanto, los de las madrugadas o atardeceres de horizontes despejados. No son muchas las personas con las que puedo sostener esas miradas o esas conversaciones sobre esas miradas. Que el dolor de las pequeñas fealdades les lastime tanto los ojos. Que el punto perdido en la raya extensa donde termina el mundo y el mar y la playa, le hagan saltar de júbilo y ponerse a cantar.

Quiero ver a ese niño que perdió su horizonte dentro de una torre de concreto con espejos en el techo. Quiero sentir ese dolor primero, el más humano. Para que después, cuando exploten los colores en el pecho, el reflejo invertido de ese gris abandonado, el exorcismo de ese gris abandonado, sea la rebelión de ese gris abandonado, el punto de fuga fluorescente, el remolino de cromática anarquía.

Y ahí se percibe como por una rendija finita de una puerta permanentemente cerrada, la revuelta de los niños encerrados.

La revuelta es esa voracidad de vida, de dolor, de placer. Todo puesto junto como en una licuadora frenética que nunca para y mezcla sin criterio dentro de los cuerpos. Se agita.

Porque algo pasó. Algo se rompe en este mundo oscuro. Y es esa oscuridad, esa falta aparente de luz, la que nos hace los ojos transparentes, la mirada fiera.

Hay algo en esa nube espesa que clarea, que define.

Algo primario, primero, basal. Esa hermandad fáctica.

Quiero habitar esos sueños húmedos para siempre. Que nadie me quite ese hueco donde anida mi memoria.

Me alejo de esa fuente. No por decisión, sólo me alejo como por el devenir de las distancias nomás.

Y la distancia que es espacial y temporal, me va tragando las letras, me va comiendo la tinta, me va apagando el pecho.

Pero de pronto, por nada, porque sí, como un torbellino alado, me vuelve el incendio. Vuelve con tanta furia que me explota adentro y el vitalismo que me infunde es incalculado y punzante. Como cuando vuelve a circular la sangre después que hormiguearan las piernas y primero parece que no, que no van a responder más, hasta que se acomoda el organismo y la sangre encuentra su torrente y esas piernas se levantan y corren, saltan, bailan. Y ahí una vez más, resucita mi alma acá adentro de este cuerpo y esta piel, y recuerda que en este mundo tan gris, los colores no se me han escapado de la mirada. Y todo brilla otra vez y yo floto por sobre las cosas y sobre las calles. Y veo los nubarrones que condensan la humedad y todo se vuelve altamente intenso, y este ser que soy, puede vibrar al ritmo de todo eso, de toda esa vida y de esa furia y girar como un derviche enajenado, hasta entrar en la acción centrifuga de la física, desintegrar mis átomos que ya no duermen ni hibernan, y fusionarse con la creación y con el todo. Ser la electricidad misma. La energía misma. La potencia.

Los caminos se extienden en la planicie.

Se abren multitud de delirios bajo mis fuentes. En las pendientes de los serros áridos del oeste, enredados entre los cardones, bajan atropellados y torpes, pero sin freno posible.

LEn los mares del este, en los bosques del sur, en las tierras rojas del norte, en las selvas del norte más lejano.

Sigo el ir. Se yergue mi estructura firme como lanza, con la mano en alto, el brazo extendido, el grito a pulmón completo y la boca abierta en honda carcajada.



Fotografía: Foto de Coche creado por wirestock - www.freepik.es

Texto publicado originalmente en la Revista Extrañas Noches en Junio del 2020

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