Arderán - Germán Silva

El fuego arrasa con los campos, con los restos de anteriores cultivos, con la verdad en este relato de Germán Silva que imaugura nuestra sección de Lecturas
Germán Silva - Narrativa - Cuentos - Lecturas - Leer en cuarentena



La primera vez que lo vi fue a la distancia, acaso no fuera más que una aparición entre los pastizales heroicos y resecos, rayándose entre arbustos espinosos avanzaba esquivando silvestres penachos olvidados de Dios. El humo se desplegaba admonitorio y vehemente cerca del suelo; como el final de un evangelio anticipaba: arderán. Aquellas varas altas poco podían hacer más que flamear desesperadas y aguardar a que las llamas implacables que había encendido Nicolás las alcanzaran. El fuego que venía hacia ellas lo había iniciado por placer y por encargo no muy lejos, trescientos metros más allá, en el límite entre el verdor y el monte, del otro lado del alambrado.

En medio de ese aire blanquecino y de ultimátum, lo que temía por su vida huía, lo que habría de quemarse permanecía y Nicolás, ni una cosa ni la otra, recorría el terreno a paso lento pero firme. Bien podría haber montado a caballo y sobre el lomo del animal haber oteado la línea antojadiza que se acercaba incandescente y abrazadora, pero no… no necesitaba hacer eso. El delicado crepitar de llamas le susurraba al oído experto su posición y estadío. El prefería aspirar desde el llano el temblequeante espejismo de aire caliente a su alrededor y pisar la tierra y rozar con la palma la aspereza última de aquello que alguna vez había crecido esperanzado. Atento observaba con oscuro disfrute ese optimismo inútil de los escarabajos, los gorgojos, las lombrices y todo el bichaje que se obstinaba en permanecer ahí hasta carbonizarse de perplejidad e indefensión. Acaso, ¿quién no ha disfrutado alguna vez de recalentar hasta el espanto una hormiga o una oruga con el minúsculo febo concentrado en una lupa o la brasa de un cigarrillo?

A través del humo su silueta se adivinaba desde el camino erguida y confiada, los brazos extendidos tocando la maleza, envuelto el rostro con un pañuelo hollinado por sobre el cual apenas sobresalían los ojos renegridos de un hombre que vislumbraba para todas las cosas el mismo final.

En ese espectro donde los colores –y la vida- se apagaban, las columnas de humareda se alzaban ingrávidas y se aceleraban las huidas, la silueta opaca de Nicolás contrastaba con su sombrero claro y su aplomada prestancia. No había apremio que lo turbara ni llamarada que le cerrara el paso. Ardía el campo hacia donde él decidía que ardiera y se cerraban los senderos donde él quería que se cerraran. Entre las despavoridas vizcachas y las acongojadas perdices que levantaban vuelo abandonando sus nidos, secaba su frente impertérrito, calculando humedades del suelo y dirección de los vientos de superficie. Hacia la tardecita el fulgor de las extensiones que aún se estarían quemando lo rodearía amigable saturando el aire, iluminando el cielo desde abajo, como todo infierno que ese precie.

Para esa época hacía mucho ya que Nicolás había abandonado sus pagos y a su gente, si es que acaso pudiera precisarse que en algún lugar habían estado sus pagos y su gente, o quién había abandonado a quién. Lo cierto es que era un hombre reservado, de pocas palabras, y al referirse a su pasado despistaba abundando en tópicos comunes que encuadraban con cualquier paraje perdido. Si lo apuraban demasiado sobre su lugar de origen mencionaba, según la cara del curioso, ignotas localidades de la Provincia de Buenos Aires, del sur de Córdoba o de Santa Fe. A ciertas alturas y entre gente humilde, el origen de un hombre ya no importa basta que sepa hacer bien su trabajo, y en esto de quemar pasturas, no había más probo que Nicolás Argüello. Hay quien dijo que le alcanzó una sola cerilla para hacer arder ciento cincuenta hectáreas en Traslasierra. Hay quien propuso que era capaz de encender un fuego usando un par de anteojos, o un vaso con agua o frotando una pata de conejo. Varios han pretendido que en su derrotero porta un pedernal africano –regalo de un darwinista- partícipe necesario del fuego inagural. Los más supersticiosos le asignan poderes que no tiene y lo saludan con ampulosas reverencias, mezcla tríptica de respeto, veneración y temor.

Todas estas especulaciones no hicieron más que acrecentar el misterio en torno a un hombre que de por sí, nunca ha terminado de integrarse a ninguna comunidad. Tan vasto y monótono el territorio que solicita su destreza, tan requerido el servicio de la quema para rejuvenecer los campos exhaustos y corrompidos de parásitas malezas, que poca y nada de oportunidad se le debe dar a Nicolás de asentarse en algún poblado de los muchos que lo han visto pasar. Qué si no su oficio lo ha ido marginando a eso, a ese ascetismo errante de pocas palabras, mapa de Bonanza, reseco e incierto. Solo andándole a la par se hubiera podido intentar conocerlo en toda su dimensión humana. Dicen que tuvo un discípulo, mozo joven y despierto, que ayudando en tareas menores pretendía foguearse en el oficio hasta que una desacertada lectura de los vientos le hizo ver acorralado y a un espanto de distancia, el ígneo destello que no concede excepciones. Habría vuelto Nicolás a su soledad típica cuando el joven se convirtió al insolvente voluntariado, y dejo todo aquello para manejar un lastimoso camión autobomba en Alta Gracia.

Otros vínculos no se le conocieron. Ni mujer ni hijos se le oyó añorar, acaso hubiera prescindido desde siempre de esas alegrías, acaso no hubiera tenido ocasión o persistencia. Como todo lo que hacen los hombres bajo el cielo, la quema de pastizales debe cumplir los caprichos de la naturaleza que todo lo anticipa y lo repite en ciclos, por eso es que Nicolás no obraba a su antojo para incendiar el llano, y siempre estaba en movimiento llegando a donde lo aguardaban, justo antes del tiempo de la siembra. En marzo preparaba el terreno para las invernales, en septiembre para las estivales. Fuera de esos periodos, descansa el horizonte de las espesas columnas blanquecinas y se respira limpio y profundo el olor del campo ya resucitado por la quema. Se sumía entonces Nicolás en el olvido de los estancieros y de los productores del pueblo que lo había contratado por su dominio del rojo y ya no lo necesitaban. Así sin más, fácil de olvidar y de madrugada, sin pasado y sin adioses, hecho lo suyo y con su sencillez a cuestas, dejaba el pueblo en el que había prestado sus servicios y partía. Ya en el camino y tras de sí, se iría deshaciendo -o renovando- el imaginario que los pobladores guardaban sobre él – con lo poco que le cuesta a la gente de campo armarse misterios y espantos-. Acaso hubiera sido mejor que no lo conocieran del todo. Acaso jamás se hubieran imaginado lo que sufría este hombre fuera de la temporada de quema. Lo mucho que le costaría contenerse.

Fue hace un par de años y en las afueras de Arroyo Dulce que alguien apareció preguntando por el paradero de Argüello y todo cambió. Hacía pocos días que Nicolás había dejado el pueblo, pero fue como si nadie hubiera advertido su ausencia. Cuando el otro preguntaba lo mandaban a los campos linderos, creídos que Nicolás aún andaba por ahí, despistados por el humo de alguna fogata menor indigna de su destreza. Llegado al centro del pueblo, las averiguaciones llevaron al forastero de la inútil institucionalidad de las autoridades a la informalidad supersticiosa y fabuladora de las tabernas, los almacenes y hasta las peluquerías del pueblo, donde preferían mentir a decir que no lo conocían.

Las inconsistencias de las versiones sobre el paradero de Argüello, sobre su modo de vestir o de montar, incluso sobre su apariencia física, no desconcertaron al que le iba en saga. Acaso le habría pasado lo mismo en otros parajes, donde más allá del humo que provocaba, la gente era incapaz de recalar en otro rasgo significativo y sólo recordaban con nitidez el detalle del pañuelo cubriéndole la nariz y la boca – a lo bandido - y los ojos renegridos fijos en brillo.

Ese trajinar del forastero leudó la voluntariosa intuición de las comadres del pueblo ávidas de asignar culpas y sugerir castigos. A ellas les alcanzó de sobra ese ir y venir para vislumbrar en aquel perseguidor el largo hilo de un ajuste de cuentas. Ya no era Nicolás Argüello y punto. Desde entonces pasó a ser Nicolás Argüello, el perseguido.

Las especulaciones sobre los motivos de aquella persecución anegaron la inocencia del pueblo en pocos días, como una creciente imparable. Acaso fueron muy pocos los que habían escuchado de boca del perseguidor el requerimiento por el cual éste buscaba a Nicolás. Mucho se había cuidado el otro de no anticipar sus futuros pasos ni sus intenciones. No pudo ser de aquellos pocos que juraron guardar silencio que hubieran surgido las historias inverosímiles que circularon después, algunas de las cuales viajaron en tren hasta Pergamino, donde prosperaron fervientemente entre la gente anglófila y terrateniente del lugar, tanto incluso como entre los hombres sencillos de las afueras. Un denominador común teñía los relatos antojadizos que invadieron los patios y las veredas del pueblo gastando su nombre: algo malo había hecho Nicolás Argüello. Era seguro que una mácula de hollín tiznaba su pasado de manera irreversible. A nadie lo persiguen porque sí. Tanto estar rodeado de llamas y de humos, de negritud y misterio, no podía sino predisponer el imaginario colectivo hacia algo que fuera oprobioso y maligno. Algunos se asombraron de no haber tenido esos pensamientos con anticipación. En su buena fe – o en su zonzera- habían confundido diabólico arte con oficio de campo.

Por aquel entonces se oyó que había incendiado la casa de sus padres cuando chico, allá en Coronel Pringles; que venía escapando de un psiquiátrico del norte, el Hospital Dr. Ragone, de Salta, donde habría estado internado por hacerse el Mazza e incendiar el techo avinchucado de una escuela – con el alumnado adentro-. Las circunstancias del escape de aquel nosocomio se habrían dado tras escalar el paredón perimetral aprovechando el descuido de los enfermeros, abocados de lleno a extinguir un fuego intencional surgido en el pabellón de mujeres; otra versión indicaba que había estado de turno aquella noche en Dique III, en el puerto de Buenos Aires, cuando ardieron las ratas grasientas que no saltaron al agua y la Aduana humeó documentación probatoria y mercadería de contrabando por una semana. Esas historias, y otras menos probables –como aquella anciana que soñó el futuro ígneo del Ingenio La Esperanza- adornaron con despecho el aura de Argüello de buenas a primeras y “El incendiario” pasó de la anonimia general a la multitudinaria y triste celebridad, y de ahí a ser buscado por todos, incluso por aquellos que jamás lo habían visto ni prender un cigarrillo.

Duró menos de un par de meses la inquietud de hallarlo. A sabiendas de que Nicolás no volvería hasta el otoño y quizás no volviera jamás, los mentores de enemigos públicos dejaron en remojo “El caso del incendiario” y decidieron abocarse a la cacería de un puma –mucho más real y mortífero llegado el caso- que hostigaba los corrales de la periferia. Repitiendo el proceso anterior, dotaron al felino de imaginarias y temibles cualidades, de humana astucia, diabólico sigilo y aceradas garras capaces de cortar malla de tejido hexagonal de un solo zarpazo. Agigantada la malicia del animal hasta justificar su sentencia, el pueblo entero cambió de objetivo persecutorio y se dedicó de lleno a afilar facones, realizar rastrillajes nocturnos -sol de noche en mano y escopeta al hombro-, preparar emboscadas con chivos inocentes, electrificar alambrados y distintas otras artimañas de caza que le dieron la oportunidad a todos de decir que le habían tirado – y errado- al puma, o por lo menos habían divisado aquí o allá ojos luminiscentes en la oscuridad.

Fue así que dejo de aparecer en las bocas ociosas y malintencionadas el nombre de Nicolás Argüello, quien a su vez se hizo el conveniente favor – advertido o no - de no volver a aparecer por el pueblo. Eso hasta la semana pasada, en que ocurrió lo del chico.

La noticia llegó como llegan todas las cosas importantes a Aguas Dulces: por ferrocarril. Un corresponsal de segunda línea del diario La Opinión de Pergamino, un tal Piraccini, se apersonó hasta nuestro pueblo para levantar testimonios de aquellos que alguna vez habían tenido trato con Argüello. La inquietud del periodista por el diablo de los pastizales encendió la misma mecha que otrora -siempre alguna hebra queda intacta cuando se trata de arder la reputación de un hombre- y en todas direcciones un Lázaro de indignación recorrió las calles dormidas levantando de la siesta las sentencias susurrantes de los que disfrutan tener alguien a quien odiar. No faltó el discípulo de Torquemada que deseara para Argüello un definitivo y herético final.

Los viáticos y la estadía del corresponsal se justificaban con el seguimiento de una noticia espeluznante surgida en el litoral: el hallazgo de un niño pequeño calcinado en uno de los campos quemados en las afueras de Reconquista.

Cómo había sido que los del periódico habían enlazado la noticia de la criatura con el nombre de Nicolás Argüello, nunca estuvo claro. Cierto es que en Santa Fe lo conocían, pero no más de lo que lo conocíamos nosotros y aunque mucho se esforzaron las autoridades por determinar qué campos habían sucumbido al mechero de Arguello y cuáles no, las informaciones que obtuvieron fueron tan dispares y ridículas, que por poco le asignaban a un solo hombre la quema simultánea de todos los pastizales de la provincia de Santa Fé, Entre Rios, Corrientes y el sur de Córdoba.

Aunque en ningún momento estuvo fehacientemente comprobado que hubiera sido Argüello el encargado de aquella quema macabra, los habitantes de Aguas Dulces, envalentonados por la presencia del corresponsal pergaminense, lo inculparon con premura y sin remordimientos. Ávidos de testimoniar y pasar a la inmortalidad periodística se explayaron en imaginativas descripciones de Argüello. Al momento de soltar la lengua ninguno se privó. Si hasta le hicieron entrevistar al retardado del pueblo, un chico, ya mocito, que a todos los espueleaba para que le preguntaran la hora y les tironeaba la ropa y no se dejaba de fastidiar hasta que por fin lo inquirían de la forma estipulada: ¿Qué horas son Irineo? y el otro maravillado por la consulta y sin mirar ningún reloj contestaba convencido y como acudiendo a un don que no tenía: faltan cuatro minutos para las ocho, y dicho esto se aplaudía a sí mismo, riendo con efusiva locura, con energía desmedida, dando saltitos en el lugar a modo de festejo o de premio. Siempre contestaba lo mismo, fuera la hora que fuera, preguntara quien preguntara. La imprecisión de la respuesta y las risotadas grotescas que le sucedían, resultaban chocantes para quién lo visitaba por primera vez.

Lástima que le hicieran perder el tiempo al reportero con esa entrevista indigna de su profesión y por demás incoherente. Al fin y al cabo era un espectáculo triste ver como el muchacho se esmeraba en responder siempre el mismo dato inútil y fallido. Una vez tuve la piadosa ocurrencia de aparecerme por su casa a la tardecita, cinco minutos antes de las ocho, hacer palmas, saludar a su madre y al pasar a verlo, hacerle la pregunta obligada. Me parecía necesario darle, aunque sea una vez en la vida, motivo para festejar un verdadero acierto. Estuve a punto de presentarme varias veces con esa buena intención a cuestas, pero siempre acabo olvidando el momento exacto y se me pierde la oportunidad de hacer un bien, minúsculo, pero bien al fin.

De los demás testimonios que colectó Piraccini, no podría precisarse cuánta utilidad reportaron a la nota. Los vecinos, en su afán de explayarse, quedaban empantanados en inconsistencias temporales o de lógica, cuando no deformaban el aspecto de Argüello hasta convertirlo en otra persona. Impunemente le adjudicaron joroba, renguera, cicatrices de quemaduras, ojo de vidrio, y un sexto dedo izquierdo. Acompañaban esas descripciones de anécdotas falsas y sentencias bizarras que probablemente Argüello jamás hubiera dicho. Cuando el corresponsal topaba con algún coterráneo más elocuente, le atizaba la memoria y le aflojaba la lengua haciéndole mención pormenorizada sobre los detalles del hallazgo del cuerpito. Así pude saber que en el ahora ralo y arrasado terreno, renegrido hasta el hartazgo, el esquelético despojo acurrucado se halló tres días después de la quema. La contextura correspondía a la de un niño de tres o cuatro años, que nadie pudo identificar, ni siquiera por los dientes de leche. Así las cosas y alterando la secuencia pericial lógica, se había cifrado en la reclamación del cuerpo el éxito de la identificación. Otro ofuscante fracaso policial se comprobó en utilizar esa metodología, ya que pasados varios días desde el oscuro hallazgo, ninguna madre sufriente había reclamado a la criatura.

Eran varias las hipótesis de por qué el chiquito se habría adentrado en el perímetro de la quema. Algunas eran de tinte inocente, como esa que proponía una antojadiza huida del rancho familiar para evitar alguna tierna reprimenda paterna –alpargata en mano-, o una simple travesura infantil de esconderse entre la vegetación jugando a no ser descubierto, hubo también hipótesis más naturalistas donde se daba cuenta de una posible insolación, un desafortunado pisotón a una yarará y por último, las que el reportero mencionaba en voz baja, cubriéndose media boca por ser las más truculentas, atribuían la ubicación de la criatura en medio del terreno a la mano –diabólica- del hombre.

La novedosa hipótesis de que un puma podría haber arrastrado al niño hasta el centro del pastizal antes de la quema surgió en Aguas Dulces y entusiasmó enormemente al periodista quien tomó nota mientras se golpeaba la frente en gesto de asombro. Sea como fuere, Argüello debió haber advertido a tiempo que el cuerpito de la criatura estaba ahí: el hueco entre la maleza aplastada, las aves de rapiña revoloteando alto y en círculos, las moscas.

Fueron dos días intensos y calurosos los que destinó el corresponsal a levantar testimonios en nuestro pueblo, Aguas Dulces. En ese lapso fuimos varios lo que hicimos nuestro discreto aporte. Cuando fue mi turno no quise pretender que fuera un erudito en el tema, ni mucho menos mendigué algún contable por la información – como hicieron otros-. No, nada de eso. Solo me explayé hasta donde me pareció conveniente y con ánimo de colaborar mencioné lo que sabía, aunque me reservé para mí lo de la cerealera. De poco podía sumar al tenor de la nota aquel encuentro casual en las oficinas de la Dreyfus, en Colón. Al fin y al cabo, quién no ha ido por alguno de los innumerables despachos de la Dreyfus alguna vez en su vida, si por poco no trabajamos todos para ellos. Por supuesto que la visión de un porte agreste como el Argüello en aquella oficina achacosa al pie del silo no me lo esperaba. Yo lo vi desde abajo. Él ya había subido la quejosa escalera de madera y estaba de pie y de espaldas frente a la puerta de vidrio esmerilado, como esperando impaciente que lo hicieran pasar. La oficina en lo alto tenía una panorámica completa del trajinar de los camiones y el quehacer sumiso de la peonada. Me ubique en un punto ciego y aguardé. No tuve el valor de subir la escalera y ponerme a la par como para verlo de cerca, y aunque la duda me carcomía, debí esperar a que saliera del despacho y bajara la escalera para verlo venir de frente.

El tiempo que Argüello permaneció allí adentro me pareció infinito aunque escaso a la hora de decidirme que haría ante él: si lo encararía para decirle algo, o para advertirle que lo perseguían, o para recriminarle que lo persiguieran. A medida que pasaban los minutos pasé de figurarme cortándole el paso al pie de la escalera enfrentándolo a viva voz, a tal vez hacerle algún comentario acusatorio por lo bajo y de lado, a esperar mudo a que se fuera para delatarlo por la espalda cuando tuviera oportunidad. Si hasta incluso sopesé justificarlo de lo que fuera que hubiera hecho y pretendería ayudarlo –no vuelvas por Aguas Dulces, que te la tienen jurada- como haría con un amigo. Lo cierto es que el hombre que estaba ahí en carne y hueso y a unos pocos metros de distancia, desprovisto de todo misticismo, me resultó inaccesible y no supe que hacer. Me convencí de que él no necesitaba nada de mí, y así me encontré ajeno a toda falta por mi inacción.

Cuando salió pisaba los escalones con taconeante desprecio, como si le fastidiara no estar en lo llano. Ni me miró. Mantenía la vista fija en el fajo de billetes que iba contando y alternaba acompasadamente los pasos y los billetes a medida que descendía. Para evitar acaso cruzar una mirada directa, yo también hice como revisaba el cuaderno contable tapa azul, como si a último momento se me hubieran borroneado las columnas. Cada tanto le echaba una ojeada. Tuve que mirarlo dos veces para disipar la duda y debo reconocer que me convenció más el olor ahumado de su ropa de fajina, que el rostro aindiado y al descubierto que le vi en esa oportunidad, por primera y última vez en mi vida.

La visita mía por aquellos lugares era pura rutina, ya que trimestralmente le acercaba a los contables de la compañía las boletas de gastos que habíamos tenido en nuestra cooperativa de pueblo. La de él era un misterio, otro más. Hubiera sido fácil imaginar un pago anticipado por la quema de verano, pero eran muchos billetes; estoy seguro de haberlo visto llegar hasta el umbral del lugar y seguir contando. En esa acción imprudente de seguirlo con la vista hasta la salida me sorprendió de lleno la adusta expresión de Argüello, quien se frenó en seco y sin girar del todo, por sobre el hombro, me echó una mirada severa como sopesando mis intenciones y mi valía, que se redujeron a cero. Debí haberle parecido inofensivo porque guardó el dinero delante mío lentamente y sin disimulo como para que viera bien donde lo llevaba calzado y luego siguió a su tranco. Al salir del edificio su estampa se me perdió entre las tolvas de descarga para siempre.

Cuando por fin publicaron la nota en el diario de Pergamino, el ingenio mercantil de los editores dispensó para nuestro pueblo una mayor tirada previendo ventas extraordinarias, que efectivamente ocurrieron. Ni bien llegaron por ferrocarril los plegados ejemplares, se voceó a los cuatro vientos la primicia y se evaporaron de los puestos antes de que incluso pudieran los canillitas cortar el hilo tempranero que los empaquetaba.

Cada uno a su tiempo, en la tranquilidad de su hogar, acodado en una tranquera, o sentado en un cordón, abrió las hojas y aspiró la tinta fresca de la verdad impresa. En soledad o en grupo, recorrieron de a pares los ojos las páginas contundentes del periódico y se atragantaron con las dos columnas bien redactadas pero apócrifas que trataban el tema. En su predilección editorial, acaso siguiendo dictados del oficio, el corresponsal se había tomado la libertad de hacer converger todos los testimonios en uno solo genérico, supuestamente representativo del conjunto. En esa única exposición, en vano se buscaron nombres propios, apodos, oficios o referencias. De manera ecuánime e implacable Piraccini no mencionaba a ningún habitante del pueblo, ni como testigo, reporteado, ni fuente. Solo a Irineo, despeinado y con la boca abierta, se lo reconocía en la minúscula fotografía que acompañaba la nota. El desencanto primero y la indignación después, anegaron el entusiasmo del pueblo, como una crecida imparable.

Me invitaron a formar parte de un Comité Vecinal que se dirigiría a Pergamino para interpelar al mentado Piraccini y a las autoridades del diario sobre el carácter antojadizo de la nota, y presionaría hasta obtener una retractación editorial que ensalzara la bonanza y la reputación de nuestros pobladores, seguida de un listado –nombre, apellido y oficio- de todos los que en alguna medida habían dispensado oportunamente de su valioso tiempo para atender al corresponsal. A expensas de ganarme algunas miradas ofensivas, rechacé la oferta; secretamente tengo mis motivos. Cierto íntimo orgullo me provocó leer las palabras que, apenas ordenadas de otro modo y quizás algo más pulidas de las que salieron de mi boca, creí reconocer como propias ni bien leí absorto la publicación. Acaso cada vez que releo la nota en voz alta y balbuceo repitiendo las palabras certeras y gentiles, me gana el convencimiento de estar en lo cierto, de recordarme a mí mismo en su pronunciamiento primero, de escuchar mi propia voz hablar con franqueza y elegante soltura diciendo al cronista:

La única vez que lo vi fue a la distancia, acaso no fuera más que una aparición entre los pastizales heroicos y resecos, rayándose entre arbustos espinosos avanzaba esquivando silvestres penachos olvidados de Dios. El humo se desplegaba admonitorio y vehemente cerca del suelo; como el final de un evangelio anticipaba: arderán.



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